viernes, 22 de febrero de 2013

APPLE


   


Últimamente he emprendido una batalla personal contra todas esas empresas que me hacen la vida un poco más desagradable, al estilo de David contra Goliat, lo reconozco, pero no por ello me voy a privar del pataleo. Hace poco fue contra Jazztel, que ya es tener moral; pues ahora me pongo un reto más alto: Apple (ahí es nada) y, más concretamente (para rebajar un poco mis aspiraciones), Apple Store.

       El caso es que, cuando abrieron la tienda Apple en un centro comercial cercano a mi casa, me puse tan contenta, ya ves tú con qué poco me conformo y, ni corta ni perezosa, me planté con toda mi ingenuidad a preguntar por qué a mi IPad no le funcionaba el botón de inicio. Cuando llegué, mi alegría aumentó considerablemente no sólo por el conseguido ambiente futurista del establecimiento (han logrado, hay que reconocerlo, que al entrar en la tienda uno se sienta, no sé, como más importante y listo; con tanta tecnología punta alrededor, todo el mundo se mira como pensando -No soy listo yo ni na-), sino también porque comprobé que no se había escatimado en recursos humanos –como se dice ahora cuando se quiere decir dependientes-. Cuando vi a todos aquellos jóvenes de camiseta azul y sonrisa blanquísima pensé: -Esta gente sí que sabe-, así que me dirijo a uno de ellos con un educadísimo perdona-te-puedo-hacer-una-pregunta y con un educadísimo y blanquísimo sí-enseguida-la-atiendo pasa olímpicamente de mí. Lo vuelvo intentar al rato con otro muchacho al darme cuenta de que ese “enseguida” no significa lo mismo para el empleado que para mí. Esta vez me escucha. Pero me dice que me dirija al Genius Bar. Me encantaría, le respondo, pero no sé lo que es eso y, pacientemente, me indica un mostrador que hay en la lejanía sobre el que observo varias pantallas gigantes en las que aparecen sin parar instrucciones para usar los aparatos Apple. Me acerco al “mostrador de los genios” con cara de y-ahora-qué y la gente de alrededor me mira con cara de estar pensando: -Mira, una nueva, no tiene ni idea de qué hacer-.Efectivamente. Intento hablar con el que considero el genio mayor porque está detrás de la barra del bar (tiene hasta taburetes, a mí me entra gana de pedir una caña y una tapa de pulpo), pero el muchacho anda bastante atareado y no me hace ni caso. Mi paciencia empieza a flojear, conozco los primeros síntomas. Espero pacientemente de nuevo a que el chico listo termine sus múltiples tareas y le hago mi pregunta de nuevo. Él me mira no sin la superioridad del que se sabe conocedor del terreno que pisa y me indica que debería haber pedido hora. ¿Qué?¿Cómo?¿Cuándo? Mi paciencia está tocando su límite, noto ese familiar tacto áspero que se instala entre el cerebro y el corazón y que me avisa de que estoy a punto de explicar mi perspectiva de los hechos a alguien y de que ésta no le va a gustar. Pero me callo, no quiero que mi primer día en el superflamante y blanquísimo Apple Store acabe con mal sabor de boca. El chico sigue a lo suyo. Yo no tengo ni puñetera idea de a quién hay que pedirle hora, de hecho, creía que el empleado había ido a buscar una libreta o algo así (seré cutre) para apuntarme en la lista de los elegidos. Cuando me doy cuenta de que no, me vuelvo a acercar al ocupadísimo muchacho y con el rictus ya bastante tenso le digo que a quién le tengo que pedir hora. Él me señala a una chica que con una PDA en ristre hace las labores de relaciones públicas, o eso me parece a mí. Me acerco a ella con cierto recelo porque no sé si le han dado la PDA porque es la más lista de los genios o porque no sabe hacer otra cosa y le digo que me dé hora creyendo que va a ser cosa de cinco minutos –ya llevo media hora en el establecimiento y no he conseguido nada-. Ella consulta con mucha concentración su máquina mágica y me dice que hay un hueco mañana a las once, otro a las tres y otro a las cinco. Mañana. O sea, mañana. Eso no es ahora. Ni siquiera hoy. (Ésa es mi cabeza procesando). No me lo puedo creer, pero hago un acto de fe y le digo (no sé para qué) que yo sólo quiero hacer una pregunta sobre el botón de inicio de mi IPad, que a lo mejor es una chorrada de nada y que si entre cita y cita no me puede atender unos segundos un empleado –eso lo he conseguido yo de reputadísimos médicos con la sala de espera a reventar-, me mira como si yo fuera un extraterrestre o algo así y me explica que eso no es posible porque las citas están muy ajustadas en tiempo. Me resigno porque después de un diálogo en el que yo intento hacerle comprender mis problemas para ir a las horas que ella me ofrece, no consigo nada contra las “normas” en las que ella insiste con poca o ninguna gana de colaborar con el cliente. Pido cita y consigo encontrar un hueco a una hora decente dos días después. Me voy de allí acordándome del fundador de Apple y de su familia.

       Dos días después: Vuelvo a Apple Store. Mi hija se ha retrasado al salir de las extraescolares y llego diez minutos tarde a la cita. Me acerco a la moza de la PDA (es otra distinta), consulta la pantallita y con una sonrisa me dice que me han anulado la cita. Con un par. ¿Cómo que me habéis anulado la cita? Sí, es que se ha retrasado usted. Ya, es que he tenido un problema de última hora y he llegado diez minutos tarde. Ya, pero es que esta tarde vamos un poco apretados de tiempo -como siempre- y como no nos ha avisado pues la hemos anulado. ¿Cómo quieres que te avise si voy conduciendo, hija? Me explica en la pantalla el proceso para avisar del retraso. Se me vuelve a venir a la cabeza el fundador de Apple y toda su pobre familia, perro incluido. Esta vez sí se lo explico. Bien explicado. Con la mala leche lógica vuelvo a pedir cita. Otro día. Voy. A mi hora. Me planto delante del que lleva la PDA y le digo que se mire el reloj; el pobre, ajeno a mi historia, me dice que espere un momento, me sitúa en la mesa donde tengo que esperar y le digo que no tengo intención de esperar mucho, me mira con cara rara. A los cinco minutos empiezo a protestar. La gente de alrededor, también ajena a mi historia, me mira como pensando que no soy digna de ese noble establecimiento en el que todos se sonríen y sacan sus aparatitos y susurran claves secretas y dicen siglas extrañas con cara de inteligencia y esperan con paciencia y educación porque las cosas de Apple son muy importantes. Creo que estoy disfrutando de la situación (¿seré masoquista?). A los diez minutos, vuelvo a protestar, el de la PDA no sabe ya qué hacer conmigo y, claro, pasa lo que tiene que pasar: la revolución. Una señora que lleva también un rato esperando se une a mi causa, yo le cuento mi historia –para ella es su primera vez y pone mucha atención- y otro hombre que está sentado dócilmente en el taburete de al lado levanta la cabeza porque al parecer está hasta los cojones de que lo mareen con las citas y por fin encuentra apoyo. El de la PDA, que nos oye desde tres metros más allá, intenta poner calma, pero la mujer le dice que no hay derecho a que nos hagan pedir cita para luego estar media hora esperando, le cuenta mi caso –yo pongo cara de circunstancias mientras tanto- y una pareja que está en la mesa de al lado se me acerca para decirme que ellos llevan ya varios viajes y que también están hartos de tener que pedir hora como si esto fuera el notario. Yo, como es natural, me froto mentalmente las manos y, por fin, aparece mi “genio” particular para atenderme. Creo que me pidió perdón por el retraso algo así como veinte veces, terminó dándome hasta pena, el pobre, y me pidió un IPad nuevo. Yo me fui de allí y, cuando ya estaba en la puerta, me volví y vi al mozalbete de la PDA rodeado de la gente que antes yacía inerte distribuida entre las mesas de espera y en ese momento pienso en Napoleón : En las revoluciones hay dos clases de personas: las que las hacen y las que se aprovechan de ellas. Me voy pensando. Y sonriendo, claro.




martes, 8 de enero de 2013

Jazztel


       Empezó siendo una sensación de qué pesaditos y está convirtiéndose en un odio interior que me provoca una ira cuyas consecuencias destructivas sólo las frena la inevitable barrera del teléfono. Me refiero a las constantes, martilleantes, insistentes, repetitivas, inoportunas llamadas de Jazztel. Se producen principalmente a las cuatro y media de la tarde, justo en el único momento del día en que una tiene ese rato de relajada felicidad del dolce fare niente previo a la vuelta a la batalla. Suena el teléfono, te preguntas quién será tan maleducado de llamar a esa hora, te autorrazonas que seguro que no te conoce si lo hace y caes en la cuenta: Jazztel; todo eso en un nanosegundo. Así que descuelgas poseído ya por la ira y dispuesto a contestarle cualquier grosería al teleoperador de turno, pero te controlas por si acaso es algún profesor de tu hijo y tienes que parecer educada y consecuente; pero, qué va, se confirman tus peores pesadillas telefónicas, es Jazztel. Sin embargo y a pesar de que tú sabes que son ellos y ellos saben que tú lo sabes, intentan disimularlo. Previa presentación, preguntan por ti o tu marido, tú preguntas con quién hablas, ellos hacen como que no te oyen, vuelves a preguntar y comienzan con su guión de irrechazables ofertas para el selular, la línea de alta velosidá y el fijo sin apenas escuchar tus tristes lamentos al otro lado de la línea; intentas hacerles razonar sobre lo inoportuno de la hora. Deduces que no les importa un bledo lo oportuna que a ti te parezca la hora. Continúas diciéndoles lo satisfecho que estás de los servicios telefónicos que en la actualidad tienes contratados –cosa que no te crees ni tú-, pero como si le hablaras a la pared. Te ofrecen un nuevo pack familiar en plan carrerilla dialéctica aprovechando que tienes que respirar para sobrevivir. Les explicas que a esa hora como si te ha tocado la Bonoloto, que sólo quieres que te dejen en paz y que si quieren que los escuches, llamen a otra hora. Pero qué va, no acaba ahí la cosa. Empiezas a preguntarte si de verdad tiene algo de sentido común esa voz que te habla al otro lado. Montas en cólera, porque además de todo lo anterior, llevas un rato sin entender una palabra a pesar de que se supone que la teleoperadora (suelen ser féminas con un nombre compuesto casi surrealista que te suena a tomadura de pelo) habla el mismo idioma que tú (¿Selular? ¿Computador? ¿Sidí?¿Dividí?), te preguntas dónde han aprendido a hablar y cómo contratan para vender un producto a gente que habla tan rematadamente mal; concluyes que deben de cobrar dos duros, no tiene otra explicación y te da un poco de penilla. Decides colgar, ya está bien. Lo malo es que tu intención no coincide con la de tu interlocutora, que no presenta la más mínima señal de estar entendiéndote y comienza un tira y afloja. Le vuelves a explicar que no tienes intención de contratar los servicios que te ofrece y que gracias, pero que no te vuelvan a llamar. Confirmas que no hablan tu misma lengua cuando ella te responde con otra oferta tentadora. Se lo vuelves a explicar, esta vez con un tono más firme. Nada. Sospechas que es sorda, tonta o noruega. Vuelves a insistir. Ni puto caso. Las ofertas se suceden. Y te pones ya bastante firme en tu decisión de colgar; la avisas, pero no se da por aludida y terminas colgando medio histérica porque te da la impresión de que esa gente son robots a los que se les ha olvidado conectar el programa de descodificación de palabras con el ordenador central.

      Todo esto, claro está, es lo que a mí me sucedía en las cien o doscientas primeras llamadas de esta amable compañía; pero ya he evolucionado. Ahora, en cuanto oigo sonar el teléfono, voy directamente al nivel si-te-pillo-te-machaco-con-el-auricular. No lo recomiendo, en realidad, porque altera el ritmo cardíaco y eleva la presión arterial, pero se queda uno en la gloria. De resultas de esta mi nueva actitud sólo he sacado en claro repetidos insultos por parte del teleoperador, que, además de hablar un idioma de extraña fonética, no se caracteriza por su esmerada educación; en este caso, tengo que admitir que las Estelas Dolores, Eneidas Marías y Natalias Yoselines son bastante más pacientes que los Darwines Eduardos, Jeferson Santiagos o Bayardos Estalin. A mí me han dicho de todo: loca, histérica, malparida… pero lo que más me impactó fue un tipo que para concluir nuestra absurda a la par que desagradable conversación se despidió de mí llamándome “perra cachonda” con una voz como de ultratumba que me acojonó. Tengo que reconocer que ahí me ganó la partida, porque mi agresividad se transformó en miedo cuando me di cuenta de que aquel tipejo medio loco tenía en su poder todos mis datos personales, así que colgué casi aterrorizada pensando que, además de pruebas de expresión oral, a esta gente deberían hacerles pasar por algún filtro de carácter psiquiátrico porque podrían llegar a ser potencialmente peligrosos si la toman contigo.
     
      Sin embargo, ésa no ha sido la intervención que más me ha molestado –aunque sí la que más me ha atemorizado-; la que más me irritó fue una –esta vez chica- en la que, después de rechazar repetidamente las sucesivas ofertas –todavía era yo novata en estas luchas dialécticas- y cuando estaba a puntico de colgar, va y me pregunta si yo tenía autorisasión de mi esposo para tomar este tipo de desisiones. Tengo que reconocer que la pobre mujer despertó a la bestia sin bebérselo ni comérselo: ¡¡¡¡autorización de mi esposo para tomar decisiones!!! Yo creo que cuando colgó se fue a afiliarse a algún sindicato feminista o a divorciarse o algo por el estilo, porque terminé sin aliento: en dos minutos le resumí doscientos años de lucha por la igualdad de derechos y las diferencias entre la mentalidad de alguien que hace esa pregunta y la mía. No sé si la pobre mujer entendió algo, pero yo me despaché a gusto y me quedé tan pancha pensando que encima le había hecho un favor. Supongo que, cuando colgó, lo que hizo fue marcar un nuevo número y empezar de nuevo con su robótica cantinela de extraña fonética esperanzada en poder hablar esta vez con un hombre o con una mujer que pida permiso antes de decidir. 

sábado, 22 de diciembre de 2012

LOL



     O uno se llama Julio Verne o es imposible predecir cómo evolucionará la tecnología. Cuando inventaron los SMS y los zagales empezaron a abreviar palabras y usar emoticonos a mí me pareció lo más lógico y práctico del mundo, me parecía que el principio de economía lingüística lo exigía, es más, otra cosa hubiera sido lo raro. Hubo gente que lo llevó fatal: ¡el caos de la ortografía! ¡el fin del castellano! (como si hubiera sido un fenómeno exclusivo del castellano). Ahora han inventado el WhatsAp –no sé si esta vez estará bien escrito, no me aclaro con esta palabra o lo que sea- y las mismas criaturas que hace un par de años te ponían: Ola k tal pk n ns vms dsps? xoxo (Traduzco: “Hola, ¿qué tal? ¿Por qué no nos vemos después? Besos y abrazos”), ahora te mandan el mismo mensaje más o menos completo y comprensible para los no iniciados. Razón: el WhatsAp es gratis y mucho más rápido. Claro, ¿cómo iban a adivinar este nuevo invento los apocalípticos de la lengua? A mí todos esos fenómenos lingüísticos no me parecen excesivamente trascendentes porque se limitan a un ámbito muy específico. Sin embargo, lo que sí me sorprende y mucho es la nueva tendencia de las siglas. No es que las siglas sean una novedad, qué va, hasta Dámaso Alonso nos recordaba las nobles y “venerables” SPQR, INRI y RIP; la cosa extraña es que ahora los versátiles zagales las empiezan a usar para mostrar emociones; eso es raro, raro. La primera es la que da nombre a esta entrada: LOL. Siglaemoticona la llaman y parece que hay varias teorías sobre su significado; las más aceptadas, al menos que yo sepa, es que significa Lots of Laughs o Laughing out loud (parece que no está muy claro) y se usa con dos diferentes intenciones; a saber: mucha risa (tú escribes o dices LOL después de la intervención de alguien y eso quiere decir que te ha hecho mucha gracia) o insulto (“eres un LOL”). Me quedo muerta. O sea, que ahora en vez de ese sentido “jajaja” que escribo para dar a entender que todavía me estoy riendo de un comentario que ha hecho alguien, tengo que escribir: LOL. Pues vaya sosería. El caso es que la cosa ha trascendido a la lengua oral y yo ya lo he visto decir con la cara más seria que un ajo: uno cuenta una anécdota riéndose y el otro va y le dice con cara de póker: “LOL” y el primero se va tan satisfecho pensando: -Qué gracioso soy, madre-. No sé, pero no lo veo muy claro. Me imagino una peli de risa en el cine, por ejemplo, y cuando se produce la escena graciosa, va todo el mundo y dice: “LOL”. Pues no es lo mismo. Pero también vale para dar a entender sentimientos tan comunes como “hijo, qué poca gracia tienes”, tú le dices LOL a uno y el otro piensa: -No vuelvo a contar este chiste sin cuatro cañas en el cuerpo-. Lo que no tengo muy claro es cómo se distingue el primer LOL del segundo LOL o, lo que es más difícil, si el chiste se lo cuentas a tres o cuatro, ¿cómo sabes quién te está diciendo el LOL del me-descojono-con-este-tío o el LOL del cállate-ya-pordiós-hijo? Habrá que matizar esto en el futuro porque si no, me veo haciendo encuestas a mis amigas: -Oye, cuando me dijiste LOL ¿a qué te referías? Es que no me quedó del todo claro tu tono de LOL-.
Dicen que la cosa ha llegado ya al diccionario Oxford con otras como OMG (Oh, My God), así que si alguien te pega un susto de muerte le dices tan educada y británicamente: -OMG- y todos tan contentos. Yo propongo otras más castizas, como MPEC (Me Parto El Culo) o APYQMM (Acho, para ya que me meo) o TETDC (Tú Eres Tonto Del Culo) o LMQTP (La Madre Que Te Parió –para susto de fuerza moderada-) y AQTLUH (¿A Que Te Llevas Una Hostia? –para susto de fuerza intensa-). Es posible que sean más difíciles de decir, pero tienen más sentimiento; es que hasta para las siglas nuestra lengua tiene más miga, QLVAH (Qué Le Vamos A Hacer). 

jueves, 20 de diciembre de 2012

Navidad, dulce Navidad



Ya estamos casi en Navidad. Otra vez. No sé qué tienen estas fiestas que, mientras que el verano parece que no llega nunca, las navidades siempre están a la vuelta de la esquina; es que las ves venir –finales de noviembre- y te dices: -¿Otra vez? Madre mía, si acabo de terminar de recoger los adornos del año pasado, qué pereza, otra vez a sacaaarloooos. El caso es que yo me pregunto de dónde sale esa pereza que me invade ante las dichosas fiestas navideñas; al fin y al cabo, me dan un par de semanicas de descanso; pues ni por esas, que cada vez me gustan menos, oye. Yo pienso que gran parte de la culpa la tiene la obligación de decorar la casa con unos adornos que todos los años miras aburrida de vistos que los tienes; y todos las navidades me digo después de suspirar ante el caos que me encuentro cuando abro la caja: -Mañana me planto en Ikea, que este año renuevo. Pero mañana pienso: -Total, para quince días, pasamos con lo que hay. ¿Que al muñequito de nieve se le ha caído el sombrero?, pues lo pongo en la parte de detrás del árbol, ¿Qué el trineo parece ya un invento de esos de Leonardo da Vinci que nadie sabe para qué sirve? Pues entre el ramaje. ¿Qué el osito de peluche con bufanda ha adquirido el aspecto de chihuahua por no se sabe qué prodigio físico? Pues nada, entre los brillos del espumillón ni se nota. Perras ahorradas. Luego están las luces. He de reconocer que no me caracterizo por el cuidado que pongo en guardarlas, me pone de los nervios la recogida porque todo el mundo pasa de mí y me como el marrón yo solica, así que el resultado catastrófico lo sufro cuando vuelvo a abrir: ¿Habéis intentado desenredar alguna vez las luces de Navidad? Al que lo haya hecho, aunque sea una vez y en su lejana infancia, no le tengo que explicar la mezcla de sentimientos horribles que se van acumulando conforme pasa el tiempo y vas comprobando que lo que deslías por un lado, se va enredando por el otro; por ese motivo, cada vez pongo menos luces y este año estoy pensando en localizar los enchufes de todos esos metros de lamparitas que tengo hechos una bola bastante extraña y conectarlos simultáneamente para ver el efecto, oye, que a lo mejor parece un diseño de interiorista y todo, cosas más raras y con premio he visto yo en algunas revistas.
El año pasado, como no tenía gana de sacar la caja de las bolas y a mí imaginación no me falta, me inventé una estrategia para soltarles el lío del árbol a mis hijos; les dije:  -Hijos míos, este año he pensado que vamos a cambiar la decoración del abeto. Vamos a decorarlo con peluches. Y lo vais a hacer vosotros –esto último con cara de y-ahora-os-estoy-dando-una-sorpresa-. Como es natural, el mayor no dijo ni pío por no frustrarme, creo, pero se dio media vuelta y desapareció sin dejar rastro. Pero a la pequeña le encantó la idea. Pobrecita, todavía es joven e ingenua. Así que a los dos menores les tocó pasarse un día buscando peluches abandonados e ir colocándolos en un equilibrio algo inestable entre las ramas. La cosa quedó bastante bien y sobre todo original. El único problema era el perro, un pastor alemán hiperactivo que cada vez que podía se rozaba con el árbol a propósito para que cayera un muñeco y emprenderla a mordiscos con él. Mi hija, que se tomó la pervivencia de los muñecos como algo personal, se liaba a zapatillazos con el chucho hasta que soltaba el peluche y después lo ataba un rato enfrente de su obra para que, según ella, aprendiera a respetar las cosas de los demás. El pobre animal pasó la Navidad sin llegar a comprender el ceremonial muñeco-zapatillazos-correa, pero lo llevó bastante bien y yo, en premio a su paciencia, le compré para Nochevieja una lata de comida de las buenas, de las que le pone Paris Hilton, que no sabe que existe el pienso, todos los días a su chucho; bueno, no, peor, que la mía era de Mercadona.
Otra de las cosas que me estresa en estas fiestas es la gente; tengo que reconocer que  -como dice una amiga mía- a mí las masas, ni de obispos; si a eso le añadimos las prisas –no recuerdo los motivos ahora, pero en Navidad lo hago todo con prisa-, me pongo de un humor bastante poco navideño: coge el coche, métete en el centro en hora punta (la hora punta en Navidad y en el centro empieza a las diez de la mañana y acaba doce horas después), llega hasta el parking sin que te lo rocen, comprueba que está completo y con cola (es parte del ritual), vete a otro parking a hacer la misma operación y a otro, al tercero te resignas y te colocas dócilmente en la cola y te das cuenta de que, si hubieras hecho eso en el primero, quizá ya hubieras aparcado. Esperas. Cuando consigues entrar, buscas una plaza vacía con la misma desesperada ilusión que Rodrigo de Triana buscaba un cachico de tierra la criaturica. La ves. Es pequeña, pero te lanzas a ella y no sabes cómo pero encajas el coche mientras el que espera te observa deseándote lo peor, o sea, que no quepa o, al menos, que te pongas nerviosa y no seas capaz de meterlo, eso da bonus extra de satisfacción al que espera, confieso que a veces he sido yo la que esperaba. Limpias un poco la carrocería con el culo al salir, ya veremos cómo entras luego o dónde acaba tu retrovisor si el que hay al lado tiene que salir y mala leche a la vez. Y, hala, a la masa. Compras y más compras. Empleadas sonrientes que mantienen el tipo bastante bien, dadas las circunstancias. Mucha gente relajada que, evidentemente, vive en el centro. Otra gente menos relajada –entre la que me incluyo- que va escasa de tiempo por culpa del aparcamiento. Vuelves más cargada que tu árbol de Navidad y recuerdas –son las dos y media- que no tienes ni idea de qué vas a ponerles de comer a tus hijos. Se te ha pasado media mañana buscando aparcamiento. “Dios proveerá”-piensas-, pero no provee –es una parte de la Biblia que nunca ha funcionado, la verdad- y a las tres de la tarde, después de superar un par de atascos urbanos, te plantas en tu casa a hacer la comida para que cuando pongas el plato en la mesa, alguno te diga: -¿Otra vez espaguetiiiiissss?, ¡vaya Navidad! Eso digo yo, hijo, vaya Navidad. Menos mal que sobrevivo con el recuerdo, siempre relajante y familiar, de la Nochebuena. ¡Ay, Señor!

lunes, 10 de diciembre de 2012

EL FIN DEL MUNDO


         
      Últimamente el fin del mundo se está convirtiendo en un tema recurrente. A mí no me preocupa mucho porque ya he vivido varios: alguna que otra pandemia, el efecto dos mil y un par de profecías de Nostradamus; ahora les toca a los Mayas, parece ser que Nostradamus está alcanzando ya la misma credibilidad que Rappel en tanga de leopardo y los periodistas han decidido que hay que empezar a asustar a la gente con otros recursos más misteriosos. La verdad sea dicha, a mí me gusta más Nostradamus porque tiene un nombre que le da bastante seriedad al asunto, suena a mago maléfico con poderes secretos de peli de Harry Potter y eso hace que sea más creíble; si el tipo se hubiera llamado, un suponer, Aurelio García no hubiera pasado de ser el loco típico del pueblo al que nadie hace caso si no es en el bar y con dos vinos de más, pero con ese nombre, Nostradaaaamuuuus, tenía que tener acojonadicos a los de su pueblo cada vez que abriera la boca: -“Que digo yo, por decir algo, que a lo mejor mañana hay gota fría...” y todo el mundo a correr para que no le pillara la riada, -“Que estaba yo pensando esta mañana que a ver si este año toca la lotería en el pueblo, que buena falta nos hace con la sequía que hay…”, hala, y todos a comprar lotería porque lo había dicho Nostradamus, pero cualquiera se pone a reírse de él, con ese nombre, para que te lance un rayo exterminador. 

      Luego está lo de las pandemias, es que mola que te cagas el vocablo, porque no quedaría igual llamarlo enfermedad contagiosa, el personal no se lo tomaría en serio, diríamos: -“Anda ya, bastantes problemas tengo yo ya para que me calienten el tarro con chorradas”, pero eso de pandemia le da un ringorrango destructivo que impresiona de verdad, que aunque sea de resfriado, que es lo que ahora mismo hay creo yo, pues parece como más gorda la cosa. 

      Sobre el efecto dos mil, hay que decir que fue el fin del mundo más chorra de todos, pero no estuvo mal, porque todos los informáticos –profesionales o amateurs- se pasaban el día haciendo quinielas sobre cómo afectaría eso a nuestra vida diaria y, en una concatenación lógica de devastadores efectos, siempre llegaban a la conclusión de que al final, ni agua íbamos a tener; a mí me preocupaba más la electricidad, porque me pilló a puntico de dar a luz y me planteaba yo un apagón en pleno paritorio con mi marido bastante a pique de desmayarse y no me gustaba nada el plan, la verdad; pero lo cierto es que al final pasé ese fin del mundo en casa de mi amigo Josemaría cenando marisco porque decidieron programarlo para Nochevieja, un detallazo, la verdad, aunque la mujer de mi amigo, previsora donde las haya, bajó la intensidad de las luces durante toda la cena por si podía ayudar en algo. 

      Pero volviendo a los fines del mundo inminentes, tengo que confesar que últimamente ando enganchada con mi hijo a un programa norteamericano –cómo no- que se titula “Los amos del fin del mundo” (se pintan solos para poner nombres, los jodíos). En una sucesión de capítulos semanales, van desfilando tipos que están consagrando sus vidas, como las hormigas de la fábula, a prepararse para el evento. Lo curioso del caso es que cada uno tiene su teoría del fin: colapso eléctrico, crisis del petróleo, ataque nuclear masivo, invasión alienígena, ataque químico con el virus de la viruela (os lo juro), glaciación repentina… El último programa que he visto hacía un seguimiento a una familia de Nueva York que se preparaba para la erupción del volcán del parque de Yellowstone (pobre oso Yogui, la que le espera) y yo me dije, “madre mía y yo que ni siquiera sabía que allí había un volcán”; pero tranquilos, que el tipo explicaba que la nube de cenizas llegaría a Dakota (no sé si del norte o del sur, me informaré), puesto que se desplazaría hacia el este (lo tiene todo calculado el tío) y yo ya me quedé más tranquila porque Dakota no me pilla de camino para el trabajo ni aunque dé mucho rodeo. 

      El caso es que esta extraña gente y su familia más cercana (hasta el grado de cuñado más o menos) se dedican a prepararse para cuando llegue lo que sea que ellos han pensado que va a llegar y, claro, al resto nos pilla en bragas, sin comida ni agua y lo que es peor según ellos ¡sin armas! Así que a lo largo del programa ellos van enseñando cómo se lo van a montar el día del juicio final, cómo entrenan a la familia-víctima haciendo simulacros y todo y qué cuelgue en concreto se le ha ocurrido a cada uno; pondré unos ejemplos al tuntún: había uno que ha alimentado a sus hijos desde que se destetaron con bichos: gusanos, grillos, saltamontes, cucarachas… y sabían hacer exquisitas recetas con los mismos porque, en caso de que se acabaran los alimentos, los chiquillos lo pasarían bomba comiendo su comida preferida mientras los otros niños morían de inanición; ni que decir tiene que lo mejor del capítulo era la cara que ponían los pobres críos cada vez que se comían una cucharada de las porquerías que les cocinaba mamá bruja. Había otra que se dedicaba a envasar alimentos para que duraran años y tenía toda la casa llena de botes de conservas hechas por ella: en el baño, debajo de las camas, en los armarios, detrás de las puertas… lo divertido de este capítulo fue que hizo una comida de amigos en su casa con esos alimentos y a la buena mujer no se le ocurrió otra cosa que hacer una receta con unos huevos que tenía guardados desde el Cretácico superior; aquí las caras de los invitados cuando les soltó que los huevos que se habían comido tenían ocho meses superó con creces a las de los niños come-bichos. En otro capítulo salía un hombre que era inventor de objetos útiles para el fin del mundo y aparecía enseñando su colección de cosas raras con nombres raros y va el tío y deja para el último lugar su invento estrella y, por mucho que lo enseñaba desde diversas perspectivas, yo sólo veía un carro igualico a ésos que llevan los chinos para transportar personas y, en el colmo del entusiasmo, decía que con su invento se podían transportar ciento cincuenta kilos sin problemas y para demostrarlo subía en él a su amigo, o sea, un carro de los chinos, pero el tío, oye, tan feliz, se ve que no ha visto mucha tele. En fin, como putas cabras. Y eso sólo son unos ejemplos. Pero lo verdaderamente preocupante del asunto no son los locos, que de ésos hay en todas partes y allí, como es lógico más; lo grave es que estos pirados son un ejemplo y un pilar para su “comunidad”,como dicen ellos (a mí esa palabra me suena a secta, qué quieres, me gusta más “pueblo”, de toda la vida) y el resto de pirados que viven por los alrededores los idolatran por su dedicación y empeño y los ponen de ejemplo a seguir para las futuras generaciones. O sea, están todos como chotas del monte, ¿y esos son los amos del mundo? Pues estamos arreglados. 

      De momento, esperaremos a que pase este findel maya viendo la tele, yo desde luego me apunto al “Maratón fin del mundo” que hay el día 21, oye, que si aciertan los mayas nos pille preparados y sepamos conservar huevos, llevar cosas en carros y hacer recetas con bichos. Por cierto, ¿habéis oído hablar de Parravicini? Creo que es el sustituto de Nostradamus. Os pongo un enlace ilustrativo, este chico dará que hablar, tenemos fines-del-mundo para rato.


ERES MI VIDA Y MI MUERTE



Cuando no tenía Internet ni PC, yo era más feliz. Como os lo digo. Es más, pienso que la humanidad en general, era más feliz. Claro, habrá quien diga –que me lo han dicho, como si no fuera algo evidente- lo mucho que nos facilita las cosas, la inmediatez de la información, lo guay que resulta el correo electrónico, lo organizadicos que tenemos los archivos, acuérdate tú antes, las casas llenas de papeles, que para buscar algo te volvías loco entre carpetas llenas de polvo… Bien. Yo todo eso lo entiendo y, si me aprietas, lo admiro; es más, a la primera que admiro es a mí misma, porque yo no daba un duro por mí en esto de la informática y, sin embargo, aquí me veis, manteniendo un blog, con más moral que éxito, eso sí. Vale. Todo eso está muy bien. Pero ¿y mi libertad? ¿Dónde han quedado esas tardes en las que yo estaba en mi casa y no sufría el inevitable magnetismo del ordenador por el que me veo obligada a conectarlo en cuanto llego? ¿Por qué antes una tarde era medio día y ahora no me cunde nada de nada? Correos por leer, contestar y eliminar. Busca que te busca información de la que probablemente hubiera prescindido olímpicamente en otras épocas. Actualización de software porque así te lo ordena un mensaje que aparece repentinamente en la pantalla y que dura el tiempo justo para que leas las palabras, pero no entiendas el contenido. Descarga de no sé qué programa para poder abrir no sé qué video, clip musical, informe adjunto o lo que sea que al contacto de turno –ahora se llaman así los remitentes- se le haya ocurrido enviarte para entretenerte porque supone que te aburres. Descarga de fotografías en las que encima sales con los ojos cerrados o bizcos, pero que las guardas por algún anodino romanticismo rollo carpe diem. Ordenador que se bloquea con el programa que te descargaste el mes pasado y que ya está obsoleto. El antivirus que se pone a mandarte mensajes de apocalipsis informática y se pone a buscar troyanos cual Aquiles poseído por el espíritu de Gates. Tú acojonada por lo que pueda pasar justo ahora que es cuando más lo necesitas –siempre es cuando más lo necesitas-. Ventanitas que se suceden mandándote mensajes que no entiendes, pero a los que obedeces abducida por el terror. Recurrente tentación de tirar el ordenador por la ventana. Taco que sueltas justo cuando entra tu hija a enseñarte un dibujo con mensajes de amor filial y corazones. Conversaciones rayanas en lo enfermizo con el ordenador (¿Pero a ti qué coño te pasa ahora?, Tú eres tonto, hijo. Mira, paso de ti). Resignación final y autopromesas incumplidas de ruptura temporal con la informática. Eres mi vida y mi muerte; te lo juro, compañero; no debería quererte y sin embargo, te quiero, que dice la copla. ¿Peceadicta? Probablemente. El caso es que me paso las tardes y parte de las mañanas como hipnotizada por el poder de la pantalla.
Hace unos años leí un artículo periodístico en el que el cronista en cuestión explicaba, con la misma sorpresa y preocupante consternación con que yo lo leía, que no sé qué alto porcentaje de norteamericanos cuando salían de vacaciones se llevaban el ordenador porque habían adquirido tal dependencia de él que ni en el tiempo de ocio lo podían soltar. –¡Halaaaa! –me dije yo- ¿Estarán colgados los yanquis estos? ¿No tendrán otra cosa que hacer en vacaciones que estar enganchados al ordenador? Es más, ¿qué coño hacen en el ordenador en vacaciones?- De verdad que no me lo podía explicar. Y ahora reconozco que, a esos efectos, yo también soy norteamericana. Y me preocupa. Y reflexiono. Y me pregunto por qué he llegado a ser como los americanos, a los que admiro en unas cosas, pero les tengo penilla en la mayoría. Y claro, de tanto reflexionar e interrogarme llego a mis conclusiones. Y la primera conclusión es obvia: amigos, nos estamos americanizando. Asumámoslo. En todo. Primero fueron las hamburguesas y carbohidratos en general; así les va a las sufridas básculas, ¿recordáis que antes llegaban sólo hasta los cien o ciento y poco kilos? Y cuando tú te subías y los números salían disparados en tropel hasta alcanzar la estabilidad de tu peso, tú pensabas: –Anda, yaaaa, ¿quién va a pesar cien kilos? Qué risa-.  Luego llegaron los móviles, que causaban una mezcla de vergüenza ajena y conmiseración cuando los veías en manos de algún snob excéntrico; ahora no podemos vivir sin ellos. Luego llegó Coyote Dax a intentar meternos el folclore americano, menos mal que ahí estuvimos listos, pero casi, que yo ya me veía por ahí de farra con sombrero vaquero, minifalda tejana y espuelas en las camperas y no sé, no terminaba de convencerme el estilismo; pero gracias a Dios sólo fue un susto, que para eso teníamos nosotros a Estopa dando ídem con La raja de tu falda, que aunque friki a más no poder, nos salvó de la caída libre de la dignidad hispana en brazos del catetismo imperialista en bodas, bautizos y comuniones; gracias, Estopa, no me gustáis, pero reconozco un acierto cuando lo veo. Y por último, nos adaptamos a la informática, esa Hidra que atrapa con sus fauces todo lo que toca –incluidos los vergonzantes móviles de antaño-, para que no nos podamos escapar de ella ni en el supermercado, cuando estás intentando averiguar si los ojos vidriosos de la merluza están tapados con el hielo picado por casualidad o por deliberado ocultamiento de los primeros síntomas de descomposición y ahí está nuestra infatigable compañera silbándote en el bolso –Eh, eh, venga, que tienes correos, What´s up, sms (de los que aún se resisten al invasor), déjate de compras y hazme caso ya, que tienes tres conversaciones en el What´s up – y al final, ya no sabes si meter el móvil en la boca del mero que te mira con bobalicona resignación o matar a la pescadera que se empeña en tener una conversación contigo sobre la puta crisis, que quieres ya que acabe sólo para que la gente deje de hablar de ella.
En fin, lo dicho, una especie de monstruo que cada vez te exige más tiempo y conocimientos y yo, qué queréis, de lo primero ando justa cada día y lo segundo no me cabe ya en la cabeza. 

jueves, 6 de diciembre de 2012

RÍETE TÚ DE LAS CROQUETAS


Me envía mi cuñada por correo un libro entrañable titulado Las mil peores poesías de la Lengua castellana; en él aparecen algunos fragmentos muy divertidos entre los que ella destaca el de las croquetas, que según el autor, Jorge Llopis, es “la palabra castellana más castigada, más vapuleada por extrañas metátesis populares (…).Usted escuchará de labios de sus interlocutores, señor mío: cocreta, crocreta, cocleta y clocleta, postrer alarde pirotécnico de la errónea pronunciación hispana.

Sin ánimo de quitarle mérito a la labor filológica del autor, voy sin embargo a ofrecer otras muestras reales del vilipendio léxico al que me veo personalmente abocada a diario y al que no tengo más remedio que asistir con la paciencia de una santa, ya que en mi caso la profusión de burradas lingüísticas y de rigor histórico vienen de boca de unas criaturillas que pasan cuatro horas semanales conmigo hablando sobre el tema; mejor dicho, oyendo como el que oye llover el tema. Si no fuera por mi sentido del humor, a estas alturas, habría dejado de explicar lo que manda el santo currículo y habría cambiado mi discurso por otro de libre creación, tipo monólogo humorístico; al fin y al cabo, el resultado sería el mismo.

Dicho esto, paso a ofreceros algunas perlas de mis educandos y educandas, a los que, Dios mediante, tengo presuntamente encerradicos estudiando durante estos días de final de trimestre, hecho que disfruto como  pueril venganza previa de lo que tendré que leer el próximo fin de semana. Los ejemplos en cursiva son de los propios alumnos, los he dividido en tres apartados por darles algo de coherencia semántica, si fuere posible. Al final de algunas entradas encontrarás entre paréntesis un comentario mío sobre la definición para que no quede ninguna duda en el aire.

I.- LÉXICO:

Admereir: Hazmerreír: Se convirtió en el admereir de todos.
Ay: Hay / ¡Hay! : ¡Ay!
A qui. Aquí.
Ayo. Hallo: Nunca ayo lo que busco.
Bacio. Vacío: Allí estaba todo bacio.
Balla. Vaya: Quiero que se balla.
Boy. Parece chico en inglés, pero significa “voy”.
Calosfrío. Escalofrío. (El alumno está comentando un capítulo de Platero y yo, con el libro delante de sus narices,  titulado “Escalofrío”, pero al copiar el título en su trabajo, no sabemos cómo, el vocablo sufre esta transformación; probablemente el alumno pensó que J.R. Jiménez, con sus manías con la ortografía,  se habría equivocado e intentó arreglarlo como pudo, el pobre).
Capaz. Necesario: Moriré si es capaz para conseguir tu amor.
Crimalí. “Climalit”(marca comercial): Hemos puesto la casa con crimalí
Degolber. Devolver: No le quiso degolver el dinero.
Derecho. Dispuesto: No estaba derecho a causarle ningún daño.
Discuta. Disputa: Me gustará contaros una discuta que tuvimos con un vecino cascarrabias.
Erroes. Héroes. En aquella época contaban mucho lo de los erroes.
Guardilla. Buhardilla. Lo guardaron tó en la guardilla (Como su propio nombre indica)
Ha sí. Así: Y ha sí fue como se conocieron 
Hecho: Echo / Echo. Hecho (Paradójico, ¿verdad?)
Hes. Es: Esto hes un adjetivo.
Hojos. Ojos
Hosea: O sea
Inextables. Inestables.
Lase. La sé: Esta no me lase. (Esta ¿palabra? es muy popular
    generación tras generación).
Mea. Aunque tiene semejanzas con un verbo castellano muy usado equivale a “me ha”: Mea gustado mucho.
Pauta. Pausa: Tienes que hacer una pauta de vez en cuando.
Perpléjico. Perplejo: Este se quedó perpléjico.
Posiera. Poseyera: Le dijo que le diera todo lo que posiera.
Practicar. Platicar: Mientras el gitano está practicando con el padre se oye una caída de alguien.
Predimitadamente. Premeditadamente: Lo hace todo
   predimitadamente.
Prefasí. Perífrasis: Aquí tenemos una prefasí.
Spiquica: Psíquica
Spica:Psíquica
Pisica: Psíquica (ríete tú de las croquetas).
Revundancia. Redundancia: En esta frase hay una revundancia.
Sintástis. Sintaxis.
Sintasis: Sintaxis
Síntasis: Sintaxis (y vuélvete a reír de las croquetas)
Sucesivo. Correspondiente: El libro cuenta lo sucesivo a nuestra edad.
Sunción. Asunción: Mi prima María Sunción.
Tonología. Entonación: La tonología de la frase es interrogativa.
Yban. Iban. Y allí y ban todos los niños

     II- NOCIONES SOBRE GRAMÁTICA.

- Sobre el presente habitual: En la frase “Todos los días entramos a las ocho y media”, el valor que tiene el presente de indicativo es que dice que todos los días entran a clase, no que entrarán cuando quieran, y ya habían entrado, en conclusión, que entran todos  los días”(¿Alguna duda al respecto?).
-Contesta. Adjetivo  (Así, sin más).
-Adaptaba. Adverbio (Para eso empieza por Ad-).
-Acabas. Complemento de tiempo (Hombre, se va acercando, no lo veo
  mal del   todo).
-Se: Pronombre átono policleto (Creo que es escultor en sus ratos libres).
-Del: Intergecion (Pos vale).
-Ellos: Conjunto verbal o morfema indefinido. (Parece que hay dos teorías, no sé por cuál decantarme, ambas resultan igual de apasionantes).
-Quieres. Es un pronombre, pero está escondido y parece un verbo. (La lengua tiene tantos misterios...)
-Parece. Pronombre personal. ( Al menos, a él se lo parece)
-Mi: Pronombre epíteto. (Por lo menos, suena bien, ¿no?)
-Día: Adverbio de tiempo.(Tampoco es tan disparatado)
-Tuvieron: Adjevo (Ésta es una categoría nueva) Aclaración verídica del
  alumno: “Los adjevos sirven para enlazar la oración” (¿Quién da más?).
                

      III.- HISTORIA DE LA LITERATURA:


-      El Poema de Mío Cid:
. Rodrigo Díaz fue un personaje histórico y supongo que Mío Cid quiso recordarlo con este poema. (Se conoce que lo echaba de menos).

. Todo lo que se dice en el poema no es cierto debido a que su autor es desconocido y las cosas se van exagerando. (Y claro, exagerando, exagerando, al final pasa lo que pasa, que no hay una palabra de verdad en el asunto).

. Per Abbat es un monje que escribió bastantes cosas en la Edad Media en España. Presuntamente escribió “Los Milagros de Nuestra Señora”.   (La policía ya está en ello, cualquiera sabe...).

. El Poema de Mío Cid es una obra de cuatro versos que tiene censura en el medio y tiene rima consonante iguales en todos sus versos.  (Para ser un poema tan cortito, hay que ver lo que ha dado de sí)

-      El Conde Lucanor:

. Los personajes animales son utilizados por el autor para representar bonitas fábulas que llegaron a ser patrimonio nacional. (Claro que sí,  menos catedrales y más fábulas, hombre).

.  Era un conde que tenía dos hijas y que sus dos hijas se casaron: Cuando se fueron con sus maridos, el conde pensó que no eran muy de fiar y por el camino los maridos les pegaron, pero el conde se vengó más tarde. Los maridos las dieron por muertas, pero no lo estaban, el conde los encontró y se vengo... (Vaya, vaya con el conde, qué callado se tenía lo de las hijas...).

  -   Especial “Coplas”:

      . Una alegoría es un canto de dolor a la muerte de un ser querido (¡TOMA
        YA)!: Las alegorías fueron empleadas por el poeta Antonio Machado tras 
      la muerte de su padre en la obra “Coplas a la muerte de su padre”.
      (Jorge Manrique le quedó muy agradecido por el bonito detalle).

-      Mester de Clerecía:
- Siglo XVI en adelante. Lo contaba el clero y se formaron tres nuevas formas literarias: el tretasfono, la cuaderna vía y el monorrimo. (Hay que ver con la Iglesia, siempre complicándolo todo).

-      Romanticismo:
Los escritores morían sobre los treinta años porque no les gustaba la realidad. (Pues vaya costumbre más tonta que tenían).

. Rosalía de Castro era una romántica retrasada (quería decir rezagada, espero).

En fin, repito, ríete tú de las croquetas.

jueves, 29 de noviembre de 2012

TEORÍA "BARCO DE VAPOR"


      
      Estoy intentando, como siempre, llevar a mis alumnos de tercero por el noble camino de la lectura. No es tarea fácil. La mayoría reconoce abiertamente que no lee desde no sé qué curso de primaria y que en su casa no hay libros. Yo, que no cejo fácilmente en mis empeños, les he dicho que no se preocupen, ellos dicen que claro que no se preocupan y, a pesar de su falta de preocupación, les propuse crear una biblioteca en clase a la que ellos fueran aportando los libros que más les han gustado a lo largo de sus cortas vidas. Como era de esperar, las aportaciones, de momento, sólo han venido de cuatro personas, una de las cuales soy yo, y las otras tres han aprovechado, con la siempre inestimable colaboración maternal, para hacer una discreta limpieza de estanterías. Total, unos quince libros completamente inútiles y tres  –los míos- algo más adecuados. 
     La primera actividad consistió en hacer una presentación de los libros y curiosamente los que yo llevé volaron cuando comenzó el tiempo de préstamos y, más curioso todavía, los alumnos que se los llevaron son tres de los que reconocían no leer jamás. Da que pensar. Y pienso: os cuento el argumento de los tres. El primero: un extraterrestre busca por el planeta Tierra a su compañero desaparecido y va reflejando en un diario sus sorprendentes experiencias con la extravagante fauna autóctona, más conocida como seres humanos. ¿Os suena?, claro, Sin noticias de Gurb. El segundo: un reality show tipo Gran hermano que se desarrolla en una isla desierta; seis chicos y seis chicas rodeados de cámaras; sin embargo, puede que haya un punto muerto en la isla; los concursantes van desapareciendo, sólo puede quedar uno, son las reglas del concurso; se titula Isola. El tercero: una sociedad futura en la que anualmente se eligen niños y jóvenes para luchar entre sí, son entrenados para sobrevivir a la lucha; el premio: la vida; se llama Los juegos del hambre.
En fin, argumentos que los atrapan. Ahí está el quid de la cuestión. Tan sencillo como eso. No se puede obligar a los niños a leer lo que les aburre soberanamente, por muy barato que sea el libro e incluso didáctico. Yo me paso la vida diciéndoles a los zagales: -Si os aburre un libro, lo dejáis y punto-. Alguno te replica con aplastante razón: -¿Y si te obligan los profesores?- Pues lo lees a saltos para salir del apuro y te buscas uno que te guste de verdad para quitarte el mal sabor de boca en cuanto acabes. Si una comida no te gusta, pero tus padres te obligan a comértela ¿qué haces? ¿Dejas de comer de por vida? No. Te la comes como puedes esperando que la siguiente sea mejor, ese solomillo por el que merece la pena llegar con hambre para disfrutarlo más a la hora de la cena.
Y llegados a este punto de mi reflexión, viene mi teoría. Yo la llamo “La teoría Barco de Vapor”. Y se resume en una pregunta muy sencilla: ¿Conocéis a algún niño al que le haya gustado algún libro de la colección “Barco de Vapor”? Yo no. Y os aseguro que lo he preguntado muchas veces. Y sin embargo, hay toda una generación que ha crecido obligada a leer esas soporíferas historias de temas variados que poco o nada tienen que ver con los intereses de los niños y que ni siquiera son divertidas. Es cierto que algunas de ellas tienen hasta premio. Sí, el premio “Barco de Vapor”. Que me perdone la editorial SM, pero yo les tengo la guerra declarada. Creo que son los culpables, en parte, de que algunos críos dejaran de leer. Yo lo hubiera hecho.
       Cuando inauguraron la biblioteca del colegio de mis hijos, enviaron una circular pidiendo colaboración a los padres en forma de donaciones de fondos bibliográficos. Me pareció una buena oportunidad para deshacerme de todos los libros de Barco de Vapor que tengo acumulados en mi casa, pero no lo hice; me pareció una traición a mis principios, pensé que esos libros serían utilizados para que los leyeran otros niños que, si en su casa no tienen otra oportunidad, serían alejados definitivamente del placer de la lectura, o sea, lo último que se pretende con un libro. Así que siguen llenándose de polvo en la estantería. Es el mejor sitio que se me ocurre para ellos.
       Todos los cursos me veo obligada a elegir un libro por trimestre para que se lean mis alumnos; dependiendo del nivel soy más o menos estricta, procuro que en los niveles altos lean cosas que merezcan la pena, de las que aprendan, maduren y saquen algo, en definitiva, pero sobre todo que disfruten. El curso pasado decidí mandar una novela de Unamuno, autor que recomiendo una y mil veces a todo el mundo. En principio, no sabía cómo resultaría, al fin y al cabo hablamos de la generación de Harry Potter y Crepúsculo. Y de golpe Unamuno. La novela se llama Abel Sánchez. Para introducirles el tema les hablé del mito de Caín y Abel; a muchos de los críos, que tienen ya dieciséis años o más, ni siquiera les sonaban estos nombres. Yo me subía por las paredes. No lo puedo comprender, ¿qué clase de cultura da esta educación? Total, que me armo de paciencia y les explico el espinoso asuntillo de los hermanos más famosos –creía yo- de la historia. El tema les va gustando cada vez más, eso de que un hermano sea el mimado y al otro no le haga el mismísimo Dios ni puñetero caso promete, la tragedia se masca y eso les encanta. Caín termina casi siendo un buenazo, curiosamente. Llegamos al asesinato. Alguno comenta, sin darse cuenta de la importancia de lo que dice, que la Biblia parece más interesante de lo que creía. -Claro, hijo, en la Biblia te encuentras de todo, te sorprenderías: hay muerte, venganzas, historias de amor, locos, cuerdos, visionarios, héroes y villanos, guerras, matanzas, reyes, princesas, esclavos, endemoniados, muertos vivientes y mucha, mucha sangre-. Con esta presentación no pretendo inculcar valores cristianos, es evidente y no es mi tarea, pero nunca nadie les había hablado de ello. Ellos, la mayoría educados en una sociedad laica, pluricultural y bla, bla, bla, no terminan de creer lo que les digo, -“¡Estamos hablando de la Biblia!¿Cómo es posible? ¿Ahí no se habla de Jesucristo y los apóstoles?”-, así que les explico que sí, que Jesucristo también sale, por supuesto, pero sólo en un trocico y les  hablo de otros episodios tan o más interesantes que el de los hermanos Malasombra y su padre un tanto caprichoso y arbitrario. Nos reímos mucho, la verdad, con Esaú y Jacob, la que lían por un plato de lentejas; con el abuelete Abraham, esquizofrénico de manual y el pobre de su hijo, Isaac, que casi muere degollado por culpa de “las voces” que le hablaban a papuchi; con el lío que se monta en Sodoma y Gomorra, con lo bien que se lo estaba pasando el personal, y el triste final de la mujer de Lot, convertida en estatua de sal -¿por qué de sal?, cosas inescrutables de Dios, supongo- sin bebérselo ni comérselo la pobre; y el triste e inesperado final de los egipcios cuando se encuentran que se les echa el mar encima con ballenas y pulpos incluidos… en fin, un auténtico descubrimiento para ellos. Así que después de hablar un buen rato de estos personajes y escenas inolvidables, retomo el tema de la envidia. En eso, algunos tienen experiencias y las cuentan, comprenden a Caín y a Abel, ya no les parece tan malo el malo de la película ni tan inocente el chico bueno y se lanzan a la lectura de la novela con ganas, con muchas ganas. En conclusión: un éxito. ¿Unamuno un éxito con chicos de dieciséis años? Pues sí, les encantó a la mayoría, cosa difícil de conseguir eligiendo un libro común para todos; todavía alguno que me encuentro por el pasillo este curso me lo recuerda: -“Profesora, el libro de Abel Sánchez sí que estuvo bien”-.
       En fin, para terminar, os recomendaré la lectura de un libro muy interesante para aquellos que queráis hacer lectores a vuestros hijos; se llama Como una novela y su autor es Daniel Pennac, un tipo francés que fracasó en la escuela y no quiere que eso le pase a nadie más y se empeña en que todos los niños pueden llegar a ser grandes lectores. Ah, y no olvidéis esconder los libros de “Barco de Vapor”, que los carga el Diablo.

sábado, 24 de noviembre de 2012

ADOLESCENTES Y REDES SOCIALES




Ayer estaba yo en clase hablando sobre los mass media; yo trabajo y me desvelo (perdona Miguel) por hacerles comprender a los zagales que desde que en los años cincuenta comenzó a emitirse TVE en España, no ha pasado tanto tiempo, pero ellos me miran con cara de no comprender mi concepto del tiempo y probablemente se pregunten cuántos años debo de tener para que más de medio siglo no me parezca una eternidad. Sin embargo, a ellos les encanta este tema porque cuando sale el asunto de Internet se saben dueños de la situación y se dan tortas por intervenir contando sus experiencias y mostrando sus conocimientos, que –ellos no lo saben- son menores de lo que creen. 
En ese punto de la clase, se monta el cirio porque yo aprovecho para intervenir en plan preventivo con el tema de las redes sociales y –lo reconozco- me pongo un poquitín apocalíptica, lo que no les viene nada mal a los excesivamente confiados; estas ingenuas criaturillas, hijas de la tecnología, no ven nada de malo en verter sus vidas y las de sus amigos y familias en la red y lo hacen sin ningún pudor: hablan de sus amores, de su ideología no siempre justificada ni aun racional, de sus viajes, de sus amigos, de las zonas por las que se mueven, de sus aficiones, de sus familias… en fin, de todo lo que constituye su vida, y tienen la ingenua pretensión de que la cosa queda entre amigos. Algunos, cuando ven que yo me estoy poniendo ya un poco trágica, me explican que cuando algo es supersecreto se envían un mensaje privado y santas Pascuas. Yo les explico que en Internet no hay nada secreto, que parece mentira que sean tan ingenuos y que todo absolutamente todo lo que se transmite vía Internet queda registrado y que en un futuro no tan lejano, cuando sus datos circulen de empresa en empresa, en bancos de datos en compra-venta, éstas van a disfrutar de un perfil más que completo de sus vidas, cosa que, a lo mejor, no les interesa tanto como ahora.  
A esas alturas, más tranquilos y receptivos, el abanico de gestos faciales que tengo frente a mí es variadísimo: están los que saben levantar una ceja y me miran con cara de no-sé-si-creerte; los neófitos, que empiezan a pensar que esto es más peligroso de lo que suponían; los que se creen que están de vuelta, que sonríen irónicamente de medio lado pensando que, como siempre, los profesores somos una panda de carcamales que nos pasamos la vida entre libros y no tenemos ni idea de la vida real; los que todavía no han perdido la confianza en los adultos, que intentan asimilar lo que les vas diciendo; y, claro, los que nunca se enteran de lo que estás diciendo porque tienen la cabeza en otro lado constantemente y la mirada perdida.  
Una vez que los tengo dominados -je,je,je, qué buena soy. No es fácil dominar las intervenciones de veinticinco adolescentes hablando de Internet-, hago un alarde de conocimiento de las redes sociales absolutamente inesperado para ellos: empiezo por las que ya conocen: Facebook, Tuenti (por supuesto) y Twitter –hasta ahí llegan sus conocimientos- y continúo plantándoles delante de sus inocentes ojos un Power-point en el que aparece una diapositiva con unas cincuenta redes desconocidas para ellos, claro. A partir de ese momento, dejo de ser una ignorante a sus ojos y recupero la credibilidad, “esto –les digo- es sólo la punta del iceberg (exclamación lapidaria y efectista donde las haya). Hablamos –continúo- de que los hombres y mujeres que dentro de quince o veinte años dirigirán el mundo EN TODOS LOS ÁMBITOS (aquí levanto la voz, aprendí mucho estudiando retórica clásica) están contando su vida, sus planes, sus limitaciones, sus ambiciones, sus círculos sociales, sus debilidades, las de sus familias y amigos… en fin, todos los datos, relevantes o no, referentes a sus vidas. ¿Seguís pensando que lo que hacéis no tiene importancia? ¿Qué cae en saco roto? No seáis ingenuos. Comprobad vosotros mismos la publicidad que os va llegando al correo, en el Tuenti o en el Twitter, ¿no os parece demasiado afín a vuestros intereses? ¿Pensáis que es casual? ¿No creéis que ya empieza a haber un perfil vuestro en alguna parte? Y eso que, de momento, sólo sois un proyecto de ciudadano. Yo, si fuera alguno de vosotros, a partir de ahora, me pararía a pensar antes de pulsar Enter (esto es un poco peliculero, lo reconozco, pero me encanta)”. Y así acabo mi exposición.
Como supondréis, la expectación a estas alturas es máxima. Silencio absoluto. Hasta los despistados prestan atención y alguno resopla como diciendo qué fuerte, no lo había pensado. Les doy unos diez segundos de reflexión y, para su desgracia, vuelvo a mi esencia: -Para mañana quiero un texto argumentativo de no menos de una página que recoja los pros y los contras de las redes sociales y lo quiero con estadísticas reales incluidas, me da igual que la red Wi-fi la tengáis mal, que el ordenador no os funcione o que vuestra madre os tenga castigados sin Internet y el que no tenga conexión que se vaya a la biblioteca. O sea, sin excusas. Fulanico, no te he visto apuntarlo-. Barullo general. Suena el timbre. Hala, a twittear todo esto en el cambio de clase.   

viernes, 16 de noviembre de 2012

CONFESIÓN


A pesar de que vivimos en un estado laico, hay cosas que no puedo evitar que me recuerden situaciones vividas en mi infancia en soporíferas clases de religión con alguna que otra monja jubilada que nos colocaban a las niñas de entonces para que la mujer no se muriera de la pura inactividad. Estas pacientes maestras eméritas intentaban inculcarnos valores cristianos e instruirnos en los sacramentos con denodado afán y escasos resultados.
De todas aquellas clases, recuerdo perfectamente los pasos que había que seguir para confesarse como Dios manda, nunca mejor dicho; a saber: examen de conciencia, arrepentimiento, propósito de enmienda, decir los pecados al confesor y cumplir la penitencia. Toma ya. Pues yo los seguía a pies juntillas. Jurado. Y lo hacía porque tenía la certeza de que las monjas eran capaces de leer la mente, si no no entiendo por qué a veces sabían que me tenían que castigar con sólo mirarme.
            Ahora, muchísimos –demasiados- años después de que yo me viera obligada desde mi más tierna infancia a rebuscar los actos y pensamientos sucios -que sin lugar a dudas escondía- para no defraudar a un confesor ávido de perdonar nuestras bajezas infantiles, me encuentro con que la Administración ha copiado la fórmula paso por paso y me obliga a hacer lo mismo. Como os lo cuento.
Veréis, hace aproximadamente un par de años, alguna mente perversa pensó que los profesores no rellenábamos suficientes papeles, que quizá andábamos escasos de informes y que había que darnos trabajo, no fuera a ser que nos relajásemos en exceso, no en vano somos los vagos oficiales del país. Así que pensó en vengarse de aquellos procesos confesionales infantiles, que sin lugar a dudas él también sufrió, descargando todos sus traumas sobre los atareados profesores inventando una fórmula que ha dado en llamarse “evaluación de la práctica docente” y que se hace siguiendo los pasos de la confesión, tal cual. -Menos mal – me dije cuando lo vi y no lo creía- que he practicado cantidad en la infancia, me va a salir que te cagas.
La evaluación docente consiste en rellenar un interminable cuestionario de posibles faltas cometidas valorándolas de 1 a 5 (al menos tienen el detalle de darte la lista de pecados posibles y una gradación; no como los curas, que ni te daban pistas ni te dejaban matizar frecuencia y/o intensidad, dato importante en la cuestión de los pecados). Vale. Pues tú te colocas delante del ordenador y vas valorando lo rematadamente mal que lo has hecho ese trimestre (examen de conciencia). Cuando ves los resultados que tú mismo has puesto (dictado de los pecados al confesor), te dices a ti mismo: -Clarooo, ahora lo entiendoooo, este trimestre no he hecho correctamente las pequeñas agrupaciones ni  he coordinado adecuadamente a diario las actividades de mi aula con las concernientes a los otros departamentos didácticos; sí, es cierto que dediqué quince días a cada tema y les hice a los pobres críos dos exámenes y tres recuperaciones de cada uno divididos en apartados, pero me temo que los minutos en clase no fueron equilibrados en cuanto a contenidos y procedimientos, así como a actividades suficientemente motivadoras que simultáneamente potenciaran la educación en valores y consiguieran una socialización adecuada del grupo, mientras repasaban los contenidos mínimos y reforzaban las competencias básicas. Imperdonable. Además, reconozco que, aunque llamé por teléfono y envié varias cartas a las madres de los absentistas y disruptivos, también es cierto que tenía que haber insistido más, pues después del quinto plantón que me dio aquella madre, yo debí pensar que se trataba de algún problema de disociación familiar que el niño acusaba en su comportamiento; no debí conformarme con dar parte a Jefatura de Estudios y al orientador. Vaya. He vuelto a fallar (arrepentimiento). Pues no volverá a suceder, el trimestre que viene enmendaré estos problemas derivados de mi clara desmotivación profesional y buscaré ayuda profesional, si es  necesario, para que los chiquillos que llegan tarde sistemáticamente porque se duermen a las cinco de la mañana enganchados al Twitter o a la Play consigan motivarse nada más entrar en el aula y me vean cantando, bailando o contando cuentos disfrazada de personaje Disney, mientras hago uno o dos apoyos a los alumnos extranjeros o con dificultades generalizadas de aprendizaje y corrijo el cuadernillo de los que el curso que viene irán a refuerzo, sin olvidar, claro está, simplificar las instrucciones para los alumnos hiperactivos y/o con déficit de atención (propósito de enmienda).
Por si fuera poco, en el claustro final, se vuelven a comentar los resultados, esta vez por departamentos, para hacer así escarnio público de las faltas cometidas. “Pues sí hombre, eso faltaba, que se fuera la gente de vacaciones de rositas y con la cabeza bien alta…”
Y yo me pregunto: -Esa humillación pública ¿se hace en alguna otra profesión?- Me imagino un hospital, por decir algo. Todos los médicos reunidos el día antes de Nochebuena, con la tontería y la juerga propias de las fechas, y el director con los brazos en jarras meneando la cabeza mientras mira a los traumatólogos, cuya ineptitud sale en un fabuloso power-point con gráficas a todo color: -Este trimestreeeee alguien ha estado tonteando con las escayolas y los torniloooosss….y la relación con los enfermos no ha sido todo lo cordial que esperábamos de vosotrooooos. Vaya, vaya… pero si ha habido dos fallecimientos más que el trimestre pasadoooo…y no os vayáis a  excusar diciendo que eran unos sintecho nonagenarios, que no me vale, eso a vosotros no os debe influir si sois unos profesionales. A ver en qué tenemos la cabeza, que vagueamos mucho desde los últimos recortes... Y vosotros, los otorrinos, no os hagáis los tontos, que no creáis que no me he dado cuenta de que están proliferando las amigdalitis invernales, a ver qué explicación dais, que no me vale como excusa la ola de frío polar, que eso está muy visto… a ver si lo resolvemos antes de que venga el inspector de infecciones y epidemias y empiece a pedir papeles-.
O una constructora en la que justo antes de la cena de Navidad, el director convoca a los trabajadores: - Veamooos… Veo, no sin disgusto y consternación, que los encofradores han descendido su rendimiento en el último año y que ponen de excusa la reducción del presupuesto en material en un 80%. No me vale. ¿Y vuestra motivación?¿Es que todo se reduce a lo material? Si no hay dinero, tendréis que rediseñar nuevas estrategias de encoframiento readaptando las antiguas técnicas a las nuevas potencialidades constructivas y capacidades desarrollativas básicas. Y si no sabéis lo que eso significa, es que no estáis adaptados al desarrollo evolutivo de progresión claramente aritmética, es decir, a las nuevas estrategias empresariales, así que tendréis que replantearos vuestros métodos de encofrado para adaptarlos a los nuevos presupuestos. O lo que es lo mismo: aunque tengamos menos dinero, e incluso menos empleados, el resultado tiene que ser el mismo o mejor.Y si no hay hormigón, os las arregláis como podáis. Sin discusión. O no hay paga extra. Mejor dicho, no hay paga extra hagáis lo que hagáis.
Bueno, pues como se puede comprobarsi se repasa la secuencia, sólo falta la penitencia. No la descarto. El día menos pensado se planta ahí la inspectora: -Oye, Fulanico, como este curso ha suspendido tu asignatura un porcentaje de alumnos más que llamativo desde mi punto de vista -y no me irás a decir que es culpa de los chiquillos porque eso sería el colmo- en el mes de julio vas a venir por aquí todas las mañanas a rediseñar tus caducas estrategias de enseñanza-aprendizaje. Y que te ayude el de matemáticas por si acaso, que lo estoy viendo relajado últimamente. Ah,  y lo quiero todo en un informe, con las competencias básicas reflejadas, por escrito y con el visto bueno del Consejo Escolar. Antes de una semana.
Amén.
Para ilustrar esta reflexión-confesión-lamentodocente, os pongo un enlace como viene siendo habitual. Real como la vida misma. Aunque los que no os dediquéis a la enseñanza no lo creáis y os riáis. A mí me dan ganas de llorar a veces.