Últimamente he emprendido una
batalla personal contra todas esas empresas que me hacen la vida un poco más
desagradable, al estilo de David contra Goliat, lo reconozco, pero no por ello
me voy a privar del pataleo. Hace poco fue contra Jazztel, que ya es tener moral; pues ahora me pongo un reto más
alto: Apple (ahí es nada) y, más
concretamente (para rebajar un poco mis aspiraciones), Apple Store.
El caso es que, cuando abrieron
la tienda Apple en un centro
comercial cercano a mi casa, me puse tan contenta, ya ves tú con qué poco me
conformo y, ni corta ni perezosa, me planté con toda mi ingenuidad a preguntar
por qué a mi IPad no le funcionaba el botón de inicio. Cuando llegué, mi
alegría aumentó considerablemente no sólo por el conseguido ambiente futurista
del establecimiento (han logrado, hay que reconocerlo, que al entrar en la
tienda uno se sienta, no sé, como más importante y listo; con tanta tecnología
punta alrededor, todo el mundo se mira como pensando -No soy listo yo ni na-), sino también porque comprobé que no se había
escatimado en recursos humanos –como se dice ahora cuando se quiere decir
dependientes-. Cuando vi a todos aquellos jóvenes de camiseta azul y sonrisa
blanquísima pensé: -Esta gente sí que
sabe-, así que me dirijo a uno de ellos con un educadísimo perdona-te-puedo-hacer-una-pregunta
y con un educadísimo y blanquísimo sí-enseguida-la-atiendo pasa olímpicamente
de mí. Lo vuelvo intentar al rato con otro muchacho al darme cuenta de que ese “enseguida”
no significa lo mismo para el empleado que para mí. Esta vez me escucha. Pero me
dice que me dirija al Genius Bar. Me encantaría,
le respondo, pero no sé lo que es eso y, pacientemente, me indica un mostrador
que hay en la lejanía sobre el que observo varias pantallas gigantes en las que
aparecen sin parar instrucciones para usar los aparatos Apple. Me acerco al “mostrador de los genios” con cara de y-ahora-qué
y la gente de alrededor me mira con cara de estar pensando: -Mira, una nueva, no tiene ni idea de qué
hacer-.Efectivamente. Intento hablar con el que considero el genio mayor
porque está detrás de la barra del bar (tiene hasta taburetes, a mí me entra
gana de pedir una caña y una tapa de pulpo), pero el muchacho anda bastante
atareado y no me hace ni caso. Mi paciencia empieza a flojear, conozco los
primeros síntomas. Espero pacientemente de nuevo a que el chico listo termine
sus múltiples tareas y le hago mi pregunta de nuevo. Él me mira no sin la
superioridad del que se sabe conocedor del terreno que pisa y me indica que
debería haber pedido hora. ¿Qué?¿Cómo?¿Cuándo? Mi paciencia está tocando su
límite, noto ese familiar tacto áspero que se instala entre el cerebro y el
corazón y que me avisa de que estoy a punto de explicar mi perspectiva de los
hechos a alguien y de que ésta no le va a gustar. Pero me callo, no quiero que
mi primer día en el superflamante y blanquísimo Apple Store acabe con mal sabor de boca. El chico sigue a lo suyo.
Yo no tengo ni puñetera idea de a quién hay que pedirle hora, de hecho, creía
que el empleado había ido a buscar una libreta o algo así (seré cutre) para
apuntarme en la lista de los elegidos. Cuando me doy cuenta de que no, me
vuelvo a acercar al ocupadísimo muchacho y con el rictus ya bastante tenso le
digo que a quién le tengo que pedir hora. Él me señala a una chica que con una
PDA en ristre hace las labores de relaciones públicas, o eso me parece a mí. Me
acerco a ella con cierto recelo porque no sé si le han dado la PDA porque es la
más lista de los genios o porque no sabe hacer otra cosa y le digo que me dé
hora creyendo que va a ser cosa de cinco minutos –ya llevo media hora en el
establecimiento y no he conseguido nada-. Ella consulta con mucha concentración
su máquina mágica y me dice que hay un hueco mañana a las once, otro a las tres
y otro a las cinco. Mañana. O sea, mañana. Eso no es ahora. Ni siquiera hoy. (Ésa
es mi cabeza procesando). No me lo puedo creer, pero hago un acto de fe y le
digo (no sé para qué) que yo sólo quiero hacer una pregunta sobre el botón de
inicio de mi IPad, que a lo mejor es una chorrada de nada y que si entre cita y
cita no me puede atender unos segundos un empleado –eso lo he conseguido yo de
reputadísimos médicos con la sala de espera a reventar-, me mira como si yo
fuera un extraterrestre o algo así y me explica que eso no es posible porque
las citas están muy ajustadas en tiempo. Me resigno porque después de un
diálogo en el que yo intento hacerle comprender mis problemas para ir a las
horas que ella me ofrece, no consigo nada contra las “normas” en las que ella
insiste con poca o ninguna gana de colaborar con el cliente. Pido cita y
consigo encontrar un hueco a una hora decente dos días después. Me voy de allí
acordándome del fundador de Apple y de su familia.
Dos días después: Vuelvo a Apple Store. Mi hija se ha retrasado al
salir de las extraescolares y llego diez minutos tarde a la cita. Me acerco
a la moza de la PDA (es otra distinta), consulta la pantallita y con una
sonrisa me dice que me han anulado la cita. Con un par. ¿Cómo que me habéis
anulado la cita? Sí, es que se ha retrasado usted. Ya, es que he tenido un
problema de última hora y he llegado diez minutos tarde. Ya, pero es que esta
tarde vamos un poco apretados de tiempo -como siempre- y como no nos ha avisado
pues la hemos anulado. ¿Cómo quieres que te avise si voy conduciendo, hija? Me explica
en la pantalla el proceso para avisar del retraso. Se me vuelve a venir a la
cabeza el fundador de Apple y toda su pobre familia, perro incluido. Esta vez
sí se lo explico. Bien explicado. Con la mala leche lógica vuelvo a pedir cita.
Otro día. Voy. A mi hora. Me planto delante del que lleva la PDA y le digo que
se mire el reloj; el pobre, ajeno a mi historia, me dice que espere un momento,
me sitúa en la mesa donde tengo que esperar y le digo que no tengo intención de
esperar mucho, me mira con cara rara. A los cinco minutos empiezo a protestar. La gente de alrededor,
también ajena a mi historia, me mira como pensando que no soy digna de ese
noble establecimiento en el que todos se sonríen y sacan sus aparatitos y
susurran claves secretas y dicen siglas extrañas con cara de inteligencia y
esperan con paciencia y educación porque las cosas de Apple son muy importantes. Creo que estoy disfrutando de la
situación (¿seré masoquista?). A los diez minutos, vuelvo a protestar, el de la
PDA no sabe ya qué hacer conmigo y, claro, pasa lo que tiene que pasar: la revolución.
Una señora que lleva también un rato esperando se une a mi causa, yo le cuento
mi historia –para ella es su primera vez y pone mucha atención- y otro hombre
que está sentado dócilmente en el taburete de al lado levanta la cabeza porque
al parecer está hasta los cojones de que lo mareen con las citas y por fin
encuentra apoyo. El de la PDA, que nos oye desde tres metros más allá, intenta
poner calma, pero la mujer le dice que no hay derecho a que nos hagan pedir
cita para luego estar media hora esperando, le cuenta mi caso –yo pongo cara de
circunstancias mientras tanto- y una pareja que está en la mesa de al lado se
me acerca para decirme que ellos llevan ya varios viajes y que también están
hartos de tener que pedir hora como si esto fuera el notario. Yo, como es
natural, me froto mentalmente las manos y, por fin, aparece mi “genio”
particular para atenderme. Creo que me pidió perdón por el retraso algo así
como veinte veces, terminó dándome hasta pena, el pobre, y me pidió un IPad
nuevo. Yo me fui de allí y, cuando ya estaba en la puerta, me volví y vi al
mozalbete de la PDA rodeado de la gente que antes yacía inerte distribuida
entre las mesas de espera y en ese momento pienso en Napoleón : En las revoluciones hay dos clases de
personas: las que las hacen y las que se aprovechan de ellas. Me voy
pensando. Y sonriendo, claro.
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