Ya estamos casi en Navidad. Otra
vez. No sé qué tienen estas fiestas que, mientras que el verano parece que no
llega nunca, las navidades siempre están a la vuelta de la esquina; es que las
ves venir –finales de noviembre- y te dices: -¿Otra vez? Madre mía, si acabo de terminar de recoger los adornos del
año pasado, qué pereza, otra vez a sacaaarloooos. El caso es que yo me
pregunto de dónde sale esa pereza que me invade ante las dichosas fiestas
navideñas; al fin y al cabo, me dan un par de semanicas de descanso; pues ni
por esas, que cada vez me gustan menos, oye. Yo pienso que gran parte de la
culpa la tiene la obligación de decorar la casa con unos adornos que todos los
años miras aburrida de vistos que los tienes; y todos las navidades me digo
después de suspirar ante el caos que me encuentro cuando abro la caja: -Mañana me planto en Ikea, que este año
renuevo. Pero mañana pienso: -Total,
para quince días, pasamos con lo que hay. ¿Que al muñequito de nieve se le
ha caído el sombrero?, pues lo pongo en la parte de detrás del árbol, ¿Qué el
trineo parece ya un invento de esos de Leonardo da Vinci que nadie sabe para
qué sirve? Pues entre el ramaje. ¿Qué el osito de peluche con bufanda ha
adquirido el aspecto de chihuahua por no se sabe qué prodigio físico? Pues
nada, entre los brillos del espumillón ni se nota. Perras ahorradas. Luego
están las luces. He de reconocer que no me caracterizo por el cuidado que pongo
en guardarlas, me pone de los nervios la recogida porque todo el mundo pasa de
mí y me como el marrón yo solica, así que el resultado catastrófico lo sufro
cuando vuelvo a abrir: ¿Habéis intentado desenredar alguna vez las luces de Navidad?
Al que lo haya hecho, aunque sea una vez y en su lejana infancia, no le tengo
que explicar la mezcla de sentimientos horribles que se van acumulando conforme
pasa el tiempo y vas comprobando que lo que deslías por un lado, se va
enredando por el otro; por ese motivo, cada vez pongo menos luces y este año
estoy pensando en localizar los enchufes de todos esos metros de lamparitas que
tengo hechos una bola bastante extraña y conectarlos simultáneamente para ver
el efecto, oye, que a lo mejor parece un diseño de interiorista y todo, cosas
más raras y con premio he visto yo en algunas revistas.
El año pasado, como no tenía gana
de sacar la caja de las bolas y a mí imaginación no me falta, me inventé una
estrategia para soltarles el lío del árbol a mis hijos; les dije: -Hijos
míos, este año he pensado que vamos a cambiar la decoración del abeto. Vamos a
decorarlo con peluches. Y lo vais a hacer vosotros –esto último con cara de
y-ahora-os-estoy-dando-una-sorpresa-. Como es natural, el mayor no dijo ni pío
por no frustrarme, creo, pero se dio media vuelta y desapareció sin dejar
rastro. Pero a la pequeña le encantó la idea. Pobrecita, todavía es joven e
ingenua. Así que a los dos menores les tocó pasarse un día buscando peluches
abandonados e ir colocándolos en un equilibrio algo inestable entre las ramas.
La cosa quedó bastante bien y sobre todo original. El único problema era el
perro, un pastor alemán hiperactivo que cada vez que podía se rozaba con el
árbol a propósito para que cayera un muñeco y emprenderla a mordiscos con él.
Mi hija, que se tomó la pervivencia de los muñecos como algo personal, se liaba
a zapatillazos con el chucho hasta que soltaba el peluche y después lo ataba un
rato enfrente de su obra para que, según ella, aprendiera a respetar las cosas
de los demás. El pobre animal pasó la Navidad sin llegar a comprender el
ceremonial muñeco-zapatillazos-correa, pero lo llevó bastante bien y yo, en
premio a su paciencia, le compré para Nochevieja una lata de comida de las
buenas, de las que le pone Paris Hilton, que no sabe que existe el pienso, todos
los días a su chucho; bueno, no, peor, que la mía era de Mercadona.
Otra de las cosas que me estresa
en estas fiestas es la gente; tengo que reconocer que -como dice una amiga mía- a mí las masas, ni
de obispos; si a eso le añadimos las prisas –no recuerdo los motivos ahora,
pero en Navidad lo hago todo con prisa-, me pongo de un humor bastante poco
navideño: coge el coche, métete en el centro en hora punta (la hora punta en
Navidad y en el centro empieza a las diez de la mañana y acaba doce horas
después), llega hasta el parking sin
que te lo rocen, comprueba que está completo y con cola (es parte del ritual),
vete a otro parking a hacer la misma
operación y a otro, al tercero te resignas y te colocas dócilmente en la cola y
te das cuenta de que, si hubieras hecho eso en el primero, quizá ya hubieras
aparcado. Esperas. Cuando consigues entrar, buscas una plaza vacía con la misma
desesperada ilusión que Rodrigo de Triana buscaba un cachico de tierra la criaturica.
La ves. Es pequeña, pero te lanzas a ella y no sabes cómo pero encajas el coche
mientras el que espera te observa deseándote lo peor, o sea, que no quepa o, al
menos, que te pongas nerviosa y no seas capaz de meterlo, eso da bonus extra de
satisfacción al que espera, confieso que a veces he sido yo la que esperaba.
Limpias un poco la carrocería con el culo al salir, ya veremos cómo entras
luego o dónde acaba tu retrovisor si el que hay al lado tiene que salir y
mala leche a la vez. Y, hala, a la masa. Compras y más compras. Empleadas
sonrientes que mantienen el tipo bastante bien, dadas las circunstancias. Mucha
gente relajada que, evidentemente, vive en el centro. Otra gente menos relajada
–entre la que me incluyo- que va escasa de tiempo por culpa del aparcamiento. Vuelves
más cargada que tu árbol de Navidad y recuerdas –son las dos y media- que no
tienes ni idea de qué vas a ponerles de comer a tus hijos. Se te ha pasado media
mañana buscando aparcamiento. “Dios proveerá”-piensas-, pero no provee –es una
parte de la Biblia que nunca ha funcionado, la verdad- y a las tres de la
tarde, después de superar un par de atascos urbanos, te plantas en tu casa a
hacer la comida para que cuando pongas el plato en la mesa, alguno te diga: -¿Otra vez espaguetiiiiissss?, ¡vaya Navidad!
Eso digo yo, hijo, vaya Navidad. Menos mal que sobrevivo con el recuerdo,
siempre relajante y familiar, de la Nochebuena. ¡Ay, Señor!
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