lunes, 10 de diciembre de 2012

ERES MI VIDA Y MI MUERTE



Cuando no tenía Internet ni PC, yo era más feliz. Como os lo digo. Es más, pienso que la humanidad en general, era más feliz. Claro, habrá quien diga –que me lo han dicho, como si no fuera algo evidente- lo mucho que nos facilita las cosas, la inmediatez de la información, lo guay que resulta el correo electrónico, lo organizadicos que tenemos los archivos, acuérdate tú antes, las casas llenas de papeles, que para buscar algo te volvías loco entre carpetas llenas de polvo… Bien. Yo todo eso lo entiendo y, si me aprietas, lo admiro; es más, a la primera que admiro es a mí misma, porque yo no daba un duro por mí en esto de la informática y, sin embargo, aquí me veis, manteniendo un blog, con más moral que éxito, eso sí. Vale. Todo eso está muy bien. Pero ¿y mi libertad? ¿Dónde han quedado esas tardes en las que yo estaba en mi casa y no sufría el inevitable magnetismo del ordenador por el que me veo obligada a conectarlo en cuanto llego? ¿Por qué antes una tarde era medio día y ahora no me cunde nada de nada? Correos por leer, contestar y eliminar. Busca que te busca información de la que probablemente hubiera prescindido olímpicamente en otras épocas. Actualización de software porque así te lo ordena un mensaje que aparece repentinamente en la pantalla y que dura el tiempo justo para que leas las palabras, pero no entiendas el contenido. Descarga de no sé qué programa para poder abrir no sé qué video, clip musical, informe adjunto o lo que sea que al contacto de turno –ahora se llaman así los remitentes- se le haya ocurrido enviarte para entretenerte porque supone que te aburres. Descarga de fotografías en las que encima sales con los ojos cerrados o bizcos, pero que las guardas por algún anodino romanticismo rollo carpe diem. Ordenador que se bloquea con el programa que te descargaste el mes pasado y que ya está obsoleto. El antivirus que se pone a mandarte mensajes de apocalipsis informática y se pone a buscar troyanos cual Aquiles poseído por el espíritu de Gates. Tú acojonada por lo que pueda pasar justo ahora que es cuando más lo necesitas –siempre es cuando más lo necesitas-. Ventanitas que se suceden mandándote mensajes que no entiendes, pero a los que obedeces abducida por el terror. Recurrente tentación de tirar el ordenador por la ventana. Taco que sueltas justo cuando entra tu hija a enseñarte un dibujo con mensajes de amor filial y corazones. Conversaciones rayanas en lo enfermizo con el ordenador (¿Pero a ti qué coño te pasa ahora?, Tú eres tonto, hijo. Mira, paso de ti). Resignación final y autopromesas incumplidas de ruptura temporal con la informática. Eres mi vida y mi muerte; te lo juro, compañero; no debería quererte y sin embargo, te quiero, que dice la copla. ¿Peceadicta? Probablemente. El caso es que me paso las tardes y parte de las mañanas como hipnotizada por el poder de la pantalla.
Hace unos años leí un artículo periodístico en el que el cronista en cuestión explicaba, con la misma sorpresa y preocupante consternación con que yo lo leía, que no sé qué alto porcentaje de norteamericanos cuando salían de vacaciones se llevaban el ordenador porque habían adquirido tal dependencia de él que ni en el tiempo de ocio lo podían soltar. –¡Halaaaa! –me dije yo- ¿Estarán colgados los yanquis estos? ¿No tendrán otra cosa que hacer en vacaciones que estar enganchados al ordenador? Es más, ¿qué coño hacen en el ordenador en vacaciones?- De verdad que no me lo podía explicar. Y ahora reconozco que, a esos efectos, yo también soy norteamericana. Y me preocupa. Y reflexiono. Y me pregunto por qué he llegado a ser como los americanos, a los que admiro en unas cosas, pero les tengo penilla en la mayoría. Y claro, de tanto reflexionar e interrogarme llego a mis conclusiones. Y la primera conclusión es obvia: amigos, nos estamos americanizando. Asumámoslo. En todo. Primero fueron las hamburguesas y carbohidratos en general; así les va a las sufridas básculas, ¿recordáis que antes llegaban sólo hasta los cien o ciento y poco kilos? Y cuando tú te subías y los números salían disparados en tropel hasta alcanzar la estabilidad de tu peso, tú pensabas: –Anda, yaaaa, ¿quién va a pesar cien kilos? Qué risa-.  Luego llegaron los móviles, que causaban una mezcla de vergüenza ajena y conmiseración cuando los veías en manos de algún snob excéntrico; ahora no podemos vivir sin ellos. Luego llegó Coyote Dax a intentar meternos el folclore americano, menos mal que ahí estuvimos listos, pero casi, que yo ya me veía por ahí de farra con sombrero vaquero, minifalda tejana y espuelas en las camperas y no sé, no terminaba de convencerme el estilismo; pero gracias a Dios sólo fue un susto, que para eso teníamos nosotros a Estopa dando ídem con La raja de tu falda, que aunque friki a más no poder, nos salvó de la caída libre de la dignidad hispana en brazos del catetismo imperialista en bodas, bautizos y comuniones; gracias, Estopa, no me gustáis, pero reconozco un acierto cuando lo veo. Y por último, nos adaptamos a la informática, esa Hidra que atrapa con sus fauces todo lo que toca –incluidos los vergonzantes móviles de antaño-, para que no nos podamos escapar de ella ni en el supermercado, cuando estás intentando averiguar si los ojos vidriosos de la merluza están tapados con el hielo picado por casualidad o por deliberado ocultamiento de los primeros síntomas de descomposición y ahí está nuestra infatigable compañera silbándote en el bolso –Eh, eh, venga, que tienes correos, What´s up, sms (de los que aún se resisten al invasor), déjate de compras y hazme caso ya, que tienes tres conversaciones en el What´s up – y al final, ya no sabes si meter el móvil en la boca del mero que te mira con bobalicona resignación o matar a la pescadera que se empeña en tener una conversación contigo sobre la puta crisis, que quieres ya que acabe sólo para que la gente deje de hablar de ella.
En fin, lo dicho, una especie de monstruo que cada vez te exige más tiempo y conocimientos y yo, qué queréis, de lo primero ando justa cada día y lo segundo no me cabe ya en la cabeza. 

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