viernes, 22 de febrero de 2013

APPLE


   


Últimamente he emprendido una batalla personal contra todas esas empresas que me hacen la vida un poco más desagradable, al estilo de David contra Goliat, lo reconozco, pero no por ello me voy a privar del pataleo. Hace poco fue contra Jazztel, que ya es tener moral; pues ahora me pongo un reto más alto: Apple (ahí es nada) y, más concretamente (para rebajar un poco mis aspiraciones), Apple Store.

       El caso es que, cuando abrieron la tienda Apple en un centro comercial cercano a mi casa, me puse tan contenta, ya ves tú con qué poco me conformo y, ni corta ni perezosa, me planté con toda mi ingenuidad a preguntar por qué a mi IPad no le funcionaba el botón de inicio. Cuando llegué, mi alegría aumentó considerablemente no sólo por el conseguido ambiente futurista del establecimiento (han logrado, hay que reconocerlo, que al entrar en la tienda uno se sienta, no sé, como más importante y listo; con tanta tecnología punta alrededor, todo el mundo se mira como pensando -No soy listo yo ni na-), sino también porque comprobé que no se había escatimado en recursos humanos –como se dice ahora cuando se quiere decir dependientes-. Cuando vi a todos aquellos jóvenes de camiseta azul y sonrisa blanquísima pensé: -Esta gente sí que sabe-, así que me dirijo a uno de ellos con un educadísimo perdona-te-puedo-hacer-una-pregunta y con un educadísimo y blanquísimo sí-enseguida-la-atiendo pasa olímpicamente de mí. Lo vuelvo intentar al rato con otro muchacho al darme cuenta de que ese “enseguida” no significa lo mismo para el empleado que para mí. Esta vez me escucha. Pero me dice que me dirija al Genius Bar. Me encantaría, le respondo, pero no sé lo que es eso y, pacientemente, me indica un mostrador que hay en la lejanía sobre el que observo varias pantallas gigantes en las que aparecen sin parar instrucciones para usar los aparatos Apple. Me acerco al “mostrador de los genios” con cara de y-ahora-qué y la gente de alrededor me mira con cara de estar pensando: -Mira, una nueva, no tiene ni idea de qué hacer-.Efectivamente. Intento hablar con el que considero el genio mayor porque está detrás de la barra del bar (tiene hasta taburetes, a mí me entra gana de pedir una caña y una tapa de pulpo), pero el muchacho anda bastante atareado y no me hace ni caso. Mi paciencia empieza a flojear, conozco los primeros síntomas. Espero pacientemente de nuevo a que el chico listo termine sus múltiples tareas y le hago mi pregunta de nuevo. Él me mira no sin la superioridad del que se sabe conocedor del terreno que pisa y me indica que debería haber pedido hora. ¿Qué?¿Cómo?¿Cuándo? Mi paciencia está tocando su límite, noto ese familiar tacto áspero que se instala entre el cerebro y el corazón y que me avisa de que estoy a punto de explicar mi perspectiva de los hechos a alguien y de que ésta no le va a gustar. Pero me callo, no quiero que mi primer día en el superflamante y blanquísimo Apple Store acabe con mal sabor de boca. El chico sigue a lo suyo. Yo no tengo ni puñetera idea de a quién hay que pedirle hora, de hecho, creía que el empleado había ido a buscar una libreta o algo así (seré cutre) para apuntarme en la lista de los elegidos. Cuando me doy cuenta de que no, me vuelvo a acercar al ocupadísimo muchacho y con el rictus ya bastante tenso le digo que a quién le tengo que pedir hora. Él me señala a una chica que con una PDA en ristre hace las labores de relaciones públicas, o eso me parece a mí. Me acerco a ella con cierto recelo porque no sé si le han dado la PDA porque es la más lista de los genios o porque no sabe hacer otra cosa y le digo que me dé hora creyendo que va a ser cosa de cinco minutos –ya llevo media hora en el establecimiento y no he conseguido nada-. Ella consulta con mucha concentración su máquina mágica y me dice que hay un hueco mañana a las once, otro a las tres y otro a las cinco. Mañana. O sea, mañana. Eso no es ahora. Ni siquiera hoy. (Ésa es mi cabeza procesando). No me lo puedo creer, pero hago un acto de fe y le digo (no sé para qué) que yo sólo quiero hacer una pregunta sobre el botón de inicio de mi IPad, que a lo mejor es una chorrada de nada y que si entre cita y cita no me puede atender unos segundos un empleado –eso lo he conseguido yo de reputadísimos médicos con la sala de espera a reventar-, me mira como si yo fuera un extraterrestre o algo así y me explica que eso no es posible porque las citas están muy ajustadas en tiempo. Me resigno porque después de un diálogo en el que yo intento hacerle comprender mis problemas para ir a las horas que ella me ofrece, no consigo nada contra las “normas” en las que ella insiste con poca o ninguna gana de colaborar con el cliente. Pido cita y consigo encontrar un hueco a una hora decente dos días después. Me voy de allí acordándome del fundador de Apple y de su familia.

       Dos días después: Vuelvo a Apple Store. Mi hija se ha retrasado al salir de las extraescolares y llego diez minutos tarde a la cita. Me acerco a la moza de la PDA (es otra distinta), consulta la pantallita y con una sonrisa me dice que me han anulado la cita. Con un par. ¿Cómo que me habéis anulado la cita? Sí, es que se ha retrasado usted. Ya, es que he tenido un problema de última hora y he llegado diez minutos tarde. Ya, pero es que esta tarde vamos un poco apretados de tiempo -como siempre- y como no nos ha avisado pues la hemos anulado. ¿Cómo quieres que te avise si voy conduciendo, hija? Me explica en la pantalla el proceso para avisar del retraso. Se me vuelve a venir a la cabeza el fundador de Apple y toda su pobre familia, perro incluido. Esta vez sí se lo explico. Bien explicado. Con la mala leche lógica vuelvo a pedir cita. Otro día. Voy. A mi hora. Me planto delante del que lleva la PDA y le digo que se mire el reloj; el pobre, ajeno a mi historia, me dice que espere un momento, me sitúa en la mesa donde tengo que esperar y le digo que no tengo intención de esperar mucho, me mira con cara rara. A los cinco minutos empiezo a protestar. La gente de alrededor, también ajena a mi historia, me mira como pensando que no soy digna de ese noble establecimiento en el que todos se sonríen y sacan sus aparatitos y susurran claves secretas y dicen siglas extrañas con cara de inteligencia y esperan con paciencia y educación porque las cosas de Apple son muy importantes. Creo que estoy disfrutando de la situación (¿seré masoquista?). A los diez minutos, vuelvo a protestar, el de la PDA no sabe ya qué hacer conmigo y, claro, pasa lo que tiene que pasar: la revolución. Una señora que lleva también un rato esperando se une a mi causa, yo le cuento mi historia –para ella es su primera vez y pone mucha atención- y otro hombre que está sentado dócilmente en el taburete de al lado levanta la cabeza porque al parecer está hasta los cojones de que lo mareen con las citas y por fin encuentra apoyo. El de la PDA, que nos oye desde tres metros más allá, intenta poner calma, pero la mujer le dice que no hay derecho a que nos hagan pedir cita para luego estar media hora esperando, le cuenta mi caso –yo pongo cara de circunstancias mientras tanto- y una pareja que está en la mesa de al lado se me acerca para decirme que ellos llevan ya varios viajes y que también están hartos de tener que pedir hora como si esto fuera el notario. Yo, como es natural, me froto mentalmente las manos y, por fin, aparece mi “genio” particular para atenderme. Creo que me pidió perdón por el retraso algo así como veinte veces, terminó dándome hasta pena, el pobre, y me pidió un IPad nuevo. Yo me fui de allí y, cuando ya estaba en la puerta, me volví y vi al mozalbete de la PDA rodeado de la gente que antes yacía inerte distribuida entre las mesas de espera y en ese momento pienso en Napoleón : En las revoluciones hay dos clases de personas: las que las hacen y las que se aprovechan de ellas. Me voy pensando. Y sonriendo, claro.




martes, 8 de enero de 2013

Jazztel


       Empezó siendo una sensación de qué pesaditos y está convirtiéndose en un odio interior que me provoca una ira cuyas consecuencias destructivas sólo las frena la inevitable barrera del teléfono. Me refiero a las constantes, martilleantes, insistentes, repetitivas, inoportunas llamadas de Jazztel. Se producen principalmente a las cuatro y media de la tarde, justo en el único momento del día en que una tiene ese rato de relajada felicidad del dolce fare niente previo a la vuelta a la batalla. Suena el teléfono, te preguntas quién será tan maleducado de llamar a esa hora, te autorrazonas que seguro que no te conoce si lo hace y caes en la cuenta: Jazztel; todo eso en un nanosegundo. Así que descuelgas poseído ya por la ira y dispuesto a contestarle cualquier grosería al teleoperador de turno, pero te controlas por si acaso es algún profesor de tu hijo y tienes que parecer educada y consecuente; pero, qué va, se confirman tus peores pesadillas telefónicas, es Jazztel. Sin embargo y a pesar de que tú sabes que son ellos y ellos saben que tú lo sabes, intentan disimularlo. Previa presentación, preguntan por ti o tu marido, tú preguntas con quién hablas, ellos hacen como que no te oyen, vuelves a preguntar y comienzan con su guión de irrechazables ofertas para el selular, la línea de alta velosidá y el fijo sin apenas escuchar tus tristes lamentos al otro lado de la línea; intentas hacerles razonar sobre lo inoportuno de la hora. Deduces que no les importa un bledo lo oportuna que a ti te parezca la hora. Continúas diciéndoles lo satisfecho que estás de los servicios telefónicos que en la actualidad tienes contratados –cosa que no te crees ni tú-, pero como si le hablaras a la pared. Te ofrecen un nuevo pack familiar en plan carrerilla dialéctica aprovechando que tienes que respirar para sobrevivir. Les explicas que a esa hora como si te ha tocado la Bonoloto, que sólo quieres que te dejen en paz y que si quieren que los escuches, llamen a otra hora. Pero qué va, no acaba ahí la cosa. Empiezas a preguntarte si de verdad tiene algo de sentido común esa voz que te habla al otro lado. Montas en cólera, porque además de todo lo anterior, llevas un rato sin entender una palabra a pesar de que se supone que la teleoperadora (suelen ser féminas con un nombre compuesto casi surrealista que te suena a tomadura de pelo) habla el mismo idioma que tú (¿Selular? ¿Computador? ¿Sidí?¿Dividí?), te preguntas dónde han aprendido a hablar y cómo contratan para vender un producto a gente que habla tan rematadamente mal; concluyes que deben de cobrar dos duros, no tiene otra explicación y te da un poco de penilla. Decides colgar, ya está bien. Lo malo es que tu intención no coincide con la de tu interlocutora, que no presenta la más mínima señal de estar entendiéndote y comienza un tira y afloja. Le vuelves a explicar que no tienes intención de contratar los servicios que te ofrece y que gracias, pero que no te vuelvan a llamar. Confirmas que no hablan tu misma lengua cuando ella te responde con otra oferta tentadora. Se lo vuelves a explicar, esta vez con un tono más firme. Nada. Sospechas que es sorda, tonta o noruega. Vuelves a insistir. Ni puto caso. Las ofertas se suceden. Y te pones ya bastante firme en tu decisión de colgar; la avisas, pero no se da por aludida y terminas colgando medio histérica porque te da la impresión de que esa gente son robots a los que se les ha olvidado conectar el programa de descodificación de palabras con el ordenador central.

      Todo esto, claro está, es lo que a mí me sucedía en las cien o doscientas primeras llamadas de esta amable compañía; pero ya he evolucionado. Ahora, en cuanto oigo sonar el teléfono, voy directamente al nivel si-te-pillo-te-machaco-con-el-auricular. No lo recomiendo, en realidad, porque altera el ritmo cardíaco y eleva la presión arterial, pero se queda uno en la gloria. De resultas de esta mi nueva actitud sólo he sacado en claro repetidos insultos por parte del teleoperador, que, además de hablar un idioma de extraña fonética, no se caracteriza por su esmerada educación; en este caso, tengo que admitir que las Estelas Dolores, Eneidas Marías y Natalias Yoselines son bastante más pacientes que los Darwines Eduardos, Jeferson Santiagos o Bayardos Estalin. A mí me han dicho de todo: loca, histérica, malparida… pero lo que más me impactó fue un tipo que para concluir nuestra absurda a la par que desagradable conversación se despidió de mí llamándome “perra cachonda” con una voz como de ultratumba que me acojonó. Tengo que reconocer que ahí me ganó la partida, porque mi agresividad se transformó en miedo cuando me di cuenta de que aquel tipejo medio loco tenía en su poder todos mis datos personales, así que colgué casi aterrorizada pensando que, además de pruebas de expresión oral, a esta gente deberían hacerles pasar por algún filtro de carácter psiquiátrico porque podrían llegar a ser potencialmente peligrosos si la toman contigo.
     
      Sin embargo, ésa no ha sido la intervención que más me ha molestado –aunque sí la que más me ha atemorizado-; la que más me irritó fue una –esta vez chica- en la que, después de rechazar repetidamente las sucesivas ofertas –todavía era yo novata en estas luchas dialécticas- y cuando estaba a puntico de colgar, va y me pregunta si yo tenía autorisasión de mi esposo para tomar este tipo de desisiones. Tengo que reconocer que la pobre mujer despertó a la bestia sin bebérselo ni comérselo: ¡¡¡¡autorización de mi esposo para tomar decisiones!!! Yo creo que cuando colgó se fue a afiliarse a algún sindicato feminista o a divorciarse o algo por el estilo, porque terminé sin aliento: en dos minutos le resumí doscientos años de lucha por la igualdad de derechos y las diferencias entre la mentalidad de alguien que hace esa pregunta y la mía. No sé si la pobre mujer entendió algo, pero yo me despaché a gusto y me quedé tan pancha pensando que encima le había hecho un favor. Supongo que, cuando colgó, lo que hizo fue marcar un nuevo número y empezar de nuevo con su robótica cantinela de extraña fonética esperanzada en poder hablar esta vez con un hombre o con una mujer que pida permiso antes de decidir.