martes, 8 de enero de 2013

Jazztel


       Empezó siendo una sensación de qué pesaditos y está convirtiéndose en un odio interior que me provoca una ira cuyas consecuencias destructivas sólo las frena la inevitable barrera del teléfono. Me refiero a las constantes, martilleantes, insistentes, repetitivas, inoportunas llamadas de Jazztel. Se producen principalmente a las cuatro y media de la tarde, justo en el único momento del día en que una tiene ese rato de relajada felicidad del dolce fare niente previo a la vuelta a la batalla. Suena el teléfono, te preguntas quién será tan maleducado de llamar a esa hora, te autorrazonas que seguro que no te conoce si lo hace y caes en la cuenta: Jazztel; todo eso en un nanosegundo. Así que descuelgas poseído ya por la ira y dispuesto a contestarle cualquier grosería al teleoperador de turno, pero te controlas por si acaso es algún profesor de tu hijo y tienes que parecer educada y consecuente; pero, qué va, se confirman tus peores pesadillas telefónicas, es Jazztel. Sin embargo y a pesar de que tú sabes que son ellos y ellos saben que tú lo sabes, intentan disimularlo. Previa presentación, preguntan por ti o tu marido, tú preguntas con quién hablas, ellos hacen como que no te oyen, vuelves a preguntar y comienzan con su guión de irrechazables ofertas para el selular, la línea de alta velosidá y el fijo sin apenas escuchar tus tristes lamentos al otro lado de la línea; intentas hacerles razonar sobre lo inoportuno de la hora. Deduces que no les importa un bledo lo oportuna que a ti te parezca la hora. Continúas diciéndoles lo satisfecho que estás de los servicios telefónicos que en la actualidad tienes contratados –cosa que no te crees ni tú-, pero como si le hablaras a la pared. Te ofrecen un nuevo pack familiar en plan carrerilla dialéctica aprovechando que tienes que respirar para sobrevivir. Les explicas que a esa hora como si te ha tocado la Bonoloto, que sólo quieres que te dejen en paz y que si quieren que los escuches, llamen a otra hora. Pero qué va, no acaba ahí la cosa. Empiezas a preguntarte si de verdad tiene algo de sentido común esa voz que te habla al otro lado. Montas en cólera, porque además de todo lo anterior, llevas un rato sin entender una palabra a pesar de que se supone que la teleoperadora (suelen ser féminas con un nombre compuesto casi surrealista que te suena a tomadura de pelo) habla el mismo idioma que tú (¿Selular? ¿Computador? ¿Sidí?¿Dividí?), te preguntas dónde han aprendido a hablar y cómo contratan para vender un producto a gente que habla tan rematadamente mal; concluyes que deben de cobrar dos duros, no tiene otra explicación y te da un poco de penilla. Decides colgar, ya está bien. Lo malo es que tu intención no coincide con la de tu interlocutora, que no presenta la más mínima señal de estar entendiéndote y comienza un tira y afloja. Le vuelves a explicar que no tienes intención de contratar los servicios que te ofrece y que gracias, pero que no te vuelvan a llamar. Confirmas que no hablan tu misma lengua cuando ella te responde con otra oferta tentadora. Se lo vuelves a explicar, esta vez con un tono más firme. Nada. Sospechas que es sorda, tonta o noruega. Vuelves a insistir. Ni puto caso. Las ofertas se suceden. Y te pones ya bastante firme en tu decisión de colgar; la avisas, pero no se da por aludida y terminas colgando medio histérica porque te da la impresión de que esa gente son robots a los que se les ha olvidado conectar el programa de descodificación de palabras con el ordenador central.

      Todo esto, claro está, es lo que a mí me sucedía en las cien o doscientas primeras llamadas de esta amable compañía; pero ya he evolucionado. Ahora, en cuanto oigo sonar el teléfono, voy directamente al nivel si-te-pillo-te-machaco-con-el-auricular. No lo recomiendo, en realidad, porque altera el ritmo cardíaco y eleva la presión arterial, pero se queda uno en la gloria. De resultas de esta mi nueva actitud sólo he sacado en claro repetidos insultos por parte del teleoperador, que, además de hablar un idioma de extraña fonética, no se caracteriza por su esmerada educación; en este caso, tengo que admitir que las Estelas Dolores, Eneidas Marías y Natalias Yoselines son bastante más pacientes que los Darwines Eduardos, Jeferson Santiagos o Bayardos Estalin. A mí me han dicho de todo: loca, histérica, malparida… pero lo que más me impactó fue un tipo que para concluir nuestra absurda a la par que desagradable conversación se despidió de mí llamándome “perra cachonda” con una voz como de ultratumba que me acojonó. Tengo que reconocer que ahí me ganó la partida, porque mi agresividad se transformó en miedo cuando me di cuenta de que aquel tipejo medio loco tenía en su poder todos mis datos personales, así que colgué casi aterrorizada pensando que, además de pruebas de expresión oral, a esta gente deberían hacerles pasar por algún filtro de carácter psiquiátrico porque podrían llegar a ser potencialmente peligrosos si la toman contigo.
     
      Sin embargo, ésa no ha sido la intervención que más me ha molestado –aunque sí la que más me ha atemorizado-; la que más me irritó fue una –esta vez chica- en la que, después de rechazar repetidamente las sucesivas ofertas –todavía era yo novata en estas luchas dialécticas- y cuando estaba a puntico de colgar, va y me pregunta si yo tenía autorisasión de mi esposo para tomar este tipo de desisiones. Tengo que reconocer que la pobre mujer despertó a la bestia sin bebérselo ni comérselo: ¡¡¡¡autorización de mi esposo para tomar decisiones!!! Yo creo que cuando colgó se fue a afiliarse a algún sindicato feminista o a divorciarse o algo por el estilo, porque terminé sin aliento: en dos minutos le resumí doscientos años de lucha por la igualdad de derechos y las diferencias entre la mentalidad de alguien que hace esa pregunta y la mía. No sé si la pobre mujer entendió algo, pero yo me despaché a gusto y me quedé tan pancha pensando que encima le había hecho un favor. Supongo que, cuando colgó, lo que hizo fue marcar un nuevo número y empezar de nuevo con su robótica cantinela de extraña fonética esperanzada en poder hablar esta vez con un hombre o con una mujer que pida permiso antes de decidir.