sábado, 27 de octubre de 2012


Para comenzar, confesaré que hasta hace un par de años no entendía muy bien qué era un blog, así que decidí recurrir a ese pequeño genio de la informática que anda por mi casa cargadico de pantallas: mi hijo, a la sazón, un cuasi-adolescente que intentaba encontrarse a sí mismo vía internet; de momento, creo que lo que sí ha encontrado son varios cientos de coetáneos con su misma afición y que ya en Tuenti, ya en Twitter suelen llenar las tardes del aprendiz de adulto con comentarios llenos de rebeldía y provocación; en fin, cosas de la autoafirmación. 

Reflexionando sobre eso y siendo, como soy, una víctima laboral de los adolescentes –soy profesora de secundaria-, me paro a pensar en cómo me podía autoafirmar yo a su edad sin Internet. En mi casa, lo más tecnológico que había, aparte de la tele, claro, era un teléfono de góndola que estaba en el salón, en pleno centro neurálgico de  la vida familiar, de tal suerte, que si alguien me llamaba, toda mi familia se enteraba de quién era y qué quería a esas horas (en mi casa, fuera la hora que fuera, mis amigos siempre llamaban a “esas horas”), así que yo siempre intentaba que mis amigos llamaran lo estrictamente necesario, sobre todo si eran chicos (más sospechosos que las chicas). Cuando una colgaba el teléfono, se veía obligada a explicar públicamente y con todo lujo de detalles en qué términos había transcurrido esa conversación “privada”, sin olvidar el regodeo general de mis hermanos ante cualquier señal, por pequeña que fuera, de que quería disimular algo. Claro, cómo me iba yo a autoafirmar ni a encontrar a mí misma, ¿será por eso por lo que todavía ando buscándome?¿Tendrá la culpa de todas mis dudas y zozobras existenciales ese teléfono góndola?

Mi hijo, en cambio, tiene su propio teléfono móvil intocable, con contraseña incluida y conexión a Internet, su PC, sus blogs, su Twitter, su Tuenti, su habitación independiente –yo la compartía- y un concepto de intimidad tan amplio que abarca incluso hasta el estuche de los bolis. ¡Cómo no se va a encontrar a sí mismo mucho mejor que yo! Yo me digo a mí misma: -Oye, pues si todo ese gasto sirve para que el chiquillo esté más seguro y afianzado en la vida, pues nada, bendito sea-. El caso es que, en ocasiones, me asaltan dudas y pienso que, quizá y sólo quizá, ese exceso de amistad virtual le resta experiencias reales, situaciones que la vida va poniendo delante y tú solico tienes que ir resolviendo equivocándote las más de las veces, acertando otras… porque, vamos a ver, eso de ir persiguiendo por las calles al chico que te gusta, que te mire un día, que se atreva a hablarte otro, hacer como que te lo encuentras por casualidad, que tu amiga te diga –vía teléfono góndola con tu familia delante- que le ha dicho su prima, que es vecina de un amigo del chico, que tú también le gustas y que tú ya te pongas nerviosa esperando el viernes porque si te lo cruzas ya no sabes si saludarlo o no… todo eso ¿se sigue haciendo? Parece ser que pocas veces; lo normal ahora es que todo ese proceso se viva en una pantalla en la que, por lo general, pueden participar cientos de congéneres dando sus opiniones. No sé, no sé, yo no lo veo lo mismo. Que constantemente, clases incluidas, estén conectados por si hay un evento nuevo (ya hablaré otro día sobre el concepto “evento”), por si a alguien se le ocurre manifestarse mientras el de filosofía se devana los sesos intentando explicar el Discurso del Método, por si alguien cuelga una foto de fulanico haciendo el parias o por si hay un vídeo nuevo en You Tube en el que sale un montaje de una rueda de prensa de Mourinho…eso no es bueno. Yo se lo digo a mi hijo y a mis alumnos y, claro, me miran con cierta condescendencia que yo asumo sin ofenderme como un gaje más del oficio. Ellos enseguida intentan explicarme que son otros tiempos, pero que no pasa nada, que me comprenden y tal. A mí, claro, se me queda cara de gilipollas y paso a la siguiente cuestión.

El caso es que, como es natural, ha sido mi hijo el que me ha enseñado a abrirme el blog mientras jugaba un partido en el FIFA:

- A ver, mamá, si tú puedes, si no es tan difícil…
- Que no puedo, joder, que no entiendo qué hay que hacer.
- Es que estoy jugando on-line y no puedo darle al pause.
- Ya te vale… para una cosa que te pido…
- Si sólo tienes que seguir los pasos que te pone… venga… voy…,pero que conste que me has fastidiado el partido, que iba ganando 5-2.

Total, allí que se pone con su sonrisita de superioridad, ¿Sonrisita a míííí? A mí que le he enseñado a leer, que me he tragado tardes enteras de sumas, restas, multiplicaciones y divisiones, que lo he paseado por todos los parques infantiles de bolas, que lo he enseñado a peinarse, cortarse las uñas, hacer pipí de pie como un hombre, atarse los cordones, montar en bici y abrocharse los botones…¿A mí sonrisitas de superioridad?… Ay, Dios, qué triste es esto de ser padre algunas veces…
- ¿Lo ves? ¿Ves como no es tan difícil? Ahora tienes que ponerle nombre.
- Anda, pues no lo he pensado… Pues lo voy a llamar patatín…
- Mamá, por Dios, no seas friki…
- ¿Patatán?
-  Pufff…
- ¿Patatón?
- Ja, ja, ja
- Vale, pues déjame, ya lo pensaré. Al fin y al cabo, fui yo la que elegí tu nombre y no quedó tan  mal, supongo que seré capaz de ponerle nombre a un blog aunque tarde nueve meses.
- Vale, ¿puedo seguir jugando?
- Sí, hijo, sí.
- (Sonrisita condescendiente)

No me ha costado nueve meses, pero sí nueve ganas de darle una colleja a mi adolescente preferido. Finalmente, hubo quórum con sus más y sus menos y parece ser que “El títere con cabeza” no le causa tanta vergüenza como para desear ser huérfano, sólo la justa para ir tirando, la habitual, vamos.
Espero no avergonzar a mi hijo con el contenido, al menos.

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