Para comenzar, confesaré que hasta hace
un par de años no entendía muy bien qué era un blog, así que decidí
recurrir a ese pequeño genio de la informática que anda por mi casa cargadico
de pantallas: mi hijo, a la sazón, un cuasi-adolescente que intentaba
encontrarse a sí mismo vía internet; de momento, creo que lo que sí ha
encontrado son varios cientos de coetáneos con su misma afición y que ya en Tuenti,
ya en Twitter suelen llenar las tardes del aprendiz de adulto con comentarios llenos
de rebeldía y provocación; en fin, cosas de la autoafirmación.
Reflexionando sobre eso y siendo, como soy, una víctima laboral de los adolescentes –soy profesora de secundaria-, me paro a pensar en cómo me podía autoafirmar yo a su edad sin Internet. En mi casa, lo más tecnológico que había, aparte de la tele, claro, era un teléfono de góndola que estaba en el salón, en pleno centro neurálgico de la vida familiar, de tal suerte, que si alguien me llamaba, toda mi familia se enteraba de quién era y qué quería a esas horas (en mi casa, fuera la hora que fuera, mis amigos siempre llamaban a “esas horas”), así que yo siempre intentaba que mis amigos llamaran lo estrictamente necesario, sobre todo si eran chicos (más sospechosos que las chicas). Cuando una colgaba el teléfono, se veía obligada a explicar públicamente y con todo lujo de detalles en qué términos había transcurrido esa conversación “privada”, sin olvidar el regodeo general de mis hermanos ante cualquier señal, por pequeña que fuera, de que quería disimular algo. Claro, cómo me iba yo a autoafirmar ni a encontrar a mí misma, ¿será por eso por lo que todavía ando buscándome?¿Tendrá la culpa de todas mis dudas y zozobras existenciales ese teléfono góndola?
Reflexionando sobre eso y siendo, como soy, una víctima laboral de los adolescentes –soy profesora de secundaria-, me paro a pensar en cómo me podía autoafirmar yo a su edad sin Internet. En mi casa, lo más tecnológico que había, aparte de la tele, claro, era un teléfono de góndola que estaba en el salón, en pleno centro neurálgico de la vida familiar, de tal suerte, que si alguien me llamaba, toda mi familia se enteraba de quién era y qué quería a esas horas (en mi casa, fuera la hora que fuera, mis amigos siempre llamaban a “esas horas”), así que yo siempre intentaba que mis amigos llamaran lo estrictamente necesario, sobre todo si eran chicos (más sospechosos que las chicas). Cuando una colgaba el teléfono, se veía obligada a explicar públicamente y con todo lujo de detalles en qué términos había transcurrido esa conversación “privada”, sin olvidar el regodeo general de mis hermanos ante cualquier señal, por pequeña que fuera, de que quería disimular algo. Claro, cómo me iba yo a autoafirmar ni a encontrar a mí misma, ¿será por eso por lo que todavía ando buscándome?¿Tendrá la culpa de todas mis dudas y zozobras existenciales ese teléfono góndola?
Mi hijo, en cambio, tiene su propio
teléfono móvil intocable, con contraseña incluida y conexión a Internet, su PC,
sus blogs, su Twitter, su Tuenti, su habitación independiente –yo la compartía-
y un concepto de intimidad tan amplio que abarca incluso hasta el estuche de
los bolis. ¡Cómo no se va a encontrar a sí mismo mucho mejor que yo! Yo me digo
a mí misma: -Oye, pues si todo ese gasto sirve para que el chiquillo esté más
seguro y afianzado en la vida, pues nada, bendito sea-. El caso es que, en
ocasiones, me asaltan dudas y pienso que, quizá y sólo quizá, ese exceso de
amistad virtual le resta experiencias reales, situaciones que la vida va poniendo
delante y tú solico tienes que ir resolviendo equivocándote las más de las
veces, acertando otras… porque, vamos a ver, eso de ir persiguiendo por las
calles al chico que te gusta, que te mire un día, que se atreva a hablarte
otro, hacer como que te lo encuentras por casualidad, que tu amiga te diga –vía
teléfono góndola con tu familia delante- que le ha dicho su prima, que es
vecina de un amigo del chico, que tú también le gustas y que tú ya te pongas
nerviosa esperando el viernes porque si te lo cruzas ya no sabes si saludarlo o
no… todo eso ¿se sigue haciendo? Parece ser que pocas veces; lo normal ahora es
que todo ese proceso se viva en una pantalla en la que, por lo general, pueden
participar cientos de congéneres dando sus opiniones. No sé, no sé, yo no lo
veo lo mismo. Que constantemente, clases incluidas, estén conectados por si hay
un evento nuevo (ya hablaré otro día sobre el concepto “evento”), por si a
alguien se le ocurre manifestarse mientras el de filosofía se devana los sesos intentando
explicar el Discurso del Método, por
si alguien cuelga una foto de fulanico haciendo el parias o por si hay un vídeo
nuevo en You Tube en el que sale un montaje de una rueda de prensa de Mourinho…eso
no es bueno. Yo se lo digo a mi hijo y a mis alumnos y, claro, me miran con
cierta condescendencia que yo asumo sin ofenderme como un gaje más del oficio.
Ellos enseguida intentan explicarme que son otros tiempos, pero que no pasa
nada, que me comprenden y tal. A mí, claro, se me queda cara de gilipollas y
paso a la siguiente cuestión.
El caso es que, como es natural, ha sido
mi hijo el que me ha enseñado a abrirme el blog mientras jugaba un partido en
el FIFA:
- A
ver, mamá, si tú puedes, si no es tan difícil…
- Que
no puedo, joder, que no entiendo qué hay que hacer.
-
Es que estoy jugando on-line y no
puedo darle al pause.
-
Ya te vale… para una cosa que te pido…
-
Si sólo tienes que seguir los pasos que te pone… venga… voy…,pero que conste
que me has fastidiado el partido, que iba ganando 5-2.
Total, allí que se pone con su sonrisita
de superioridad, ¿Sonrisita a míííí? A mí que le he enseñado a leer, que me he
tragado tardes enteras de sumas, restas, multiplicaciones y divisiones, que lo
he paseado por todos los parques infantiles de bolas, que lo he enseñado a
peinarse, cortarse las uñas, hacer pipí de pie como un hombre, atarse los
cordones, montar en bici y abrocharse los botones…¿A mí sonrisitas de
superioridad?… Ay, Dios, qué triste es esto de ser padre algunas veces…
- ¿Lo
ves? ¿Ves como no es tan difícil? Ahora tienes que ponerle nombre.
-
Anda, pues no lo he pensado… Pues lo voy a llamar patatín…
-
Mamá, por Dios, no seas friki…
-
¿Patatán?
- Pufff…
-
¿Patatón?
-
Ja, ja, ja
- Vale, pues déjame, ya lo pensaré. Al
fin y al cabo, fui yo la que elegí tu nombre y no quedó tan mal, supongo que seré capaz de ponerle nombre
a un blog aunque tarde nueve meses.
-
Vale, ¿puedo seguir jugando?
-
Sí, hijo, sí.
-
(Sonrisita condescendiente)
No me ha costado nueve meses, pero sí nueve ganas de
darle una colleja a mi adolescente preferido. Finalmente, hubo quórum con sus
más y sus menos y parece ser que “El títere con cabeza” no le causa tanta
vergüenza como para desear ser huérfano, sólo la justa para ir tirando, la
habitual, vamos.
Espero
no avergonzar a mi hijo con el contenido, al menos.
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